Tomamos un taxi porque Sound quería llegar temprano.
Parados en el semáforo de la Pritty, se le ocurrió decirme que la trafic, a
nuestra derecha, era la que llevaba a los músicos, pero no lo hizo. En efecto, el taxi y la trafic se detuvieron en
el bar donde sería el show y fueron bajando, de a uno, el ídolo, los músicos,
los managers y los asistentes.
Llegar
primeros a un recital era algo que no nos pasaba desde que teníamos
aproximadamente 20 años. Porque una cosa es estar ahí temprano por trabajo y
otra bien distinta es ir de público,
respetando los rituales de comprar la entrada, hacer la previa, salir temprano
para conseguir buena ubicación.
En la
puerta nos encontramos con dos viejos agitadores del rock. Tipos de apariencia
difícil: uno todo pelado hasta las cejas, otro con un tatuaje en la frente. Entre
ellos no se hablaban y Sound hacía de nexo. A veces tengo la sensación de que a
algunos nos toca actuar de puente. Puente entre las personas, entre las cosas
que no se pueden conectar -por ejemplo un cable-, puente entre lo que está
pasando y queremos hacer de cuenta de que no, pero ahí está.
El
del tatuaje en la frente decía que el recital no le interesaba. El pelado llevaba
una bolsa negra con unos adaptadores especiales. “Los necesito para enchufar un
equipo de bajo que me traje de Bélgica”, explicó. Uno dijo que había llegado a
las 6 de la mañana. El otro, que había vuelto al país hacía dos días. El del
tatuaje dijo: “Mirá, mirá que zarpada esa luna”. La luna parecía una nave
nodriza, pero achatada. Era enorme, amarilla, espesa. Se asomaba por un
edificio cualquiera del Abasto.
El
pelado se quedó hablando con otra gente y sobre la vereda se había formado una
cola que llegaba hasta mitad de cuadra. Nos pusimos atrás de unas chicas que
parecían ser estudiantes de algo. Esos son los momentos en los que me gustaría
ser sorda. No pude evitar prestar atención a cierto relato referido a “lo
tranquilos que eran los festivales de La Falda” y a lo trascendental que es
haber visto, en vivo, a músicos como Lito Nebbia, Paul Mc Cartney o The Cult.
“Las mujeres en tacos altos me hacen doler los pies”, le dije a Sound, pero no
me escuchó o no me dio bola. Me colgué mirando la luna y pensé en lo terrible
que es ver cómo esa gran bola se empieza a achicar, a ponerse más blanca y más
común. Imaginé cómo serían los puentes en la luna, sin fuerza de gravedad,
puentes para gente que no necesita caminar porque no tienen por dónde. “Puentes
sin gravedad" podría ser el nombre de una canción, murmuré, pero él ni me
miró.
La
fila comenzó a moverse en zigzag, como hacen los animales cuando tienen
parásitos. El ídolo de Sound, su influencia más directa, había salido del bar
para saludar a cada una de las personas que esperaban por su show. Todo se
había demorado y recién estaban probando los instrumentos. De pronto, en un
momento que no alcancé a percibir muy bien, Sound empezó a mudar su cara a
otra, una de un tipo muy joven, y se volvió inglés y negro y boxeador. Los
músicos y los boxeadores son muy parecidos, pensé. El ring bien puede ser un
escenario y todo es fuerte y frágil a la vez.
Cuando
por fin se produjo el encuentro, los boxeadores estaban casi desnudos, sin
instrumentos ni guantes. A partir del primer abrazo, la secuencia de hechos transcurrió
más o menos de la siguiente manera: el ídolo lo saludó y Sound se quedó
mirándolo, quieto. El amor es la cara de Sound saludando al ídolo, pensé. El
tipo me dio la mano y me dijo: “Hi”. En una veloz maniobra abrí la cartera y
saqué un disco de Lautremont. Se lo dí a Sound y le dije: “Dale, aprovechá”. Él
se lo dió.
- “¡¿This
is your music?!”, exclamó el negro.
Y Sound:
“Yes” (un yes muy tímido pensé).
Y entonces el negro: “¡Oh, thank you so so so
much!”
Y Sound:
nada.
Y el
negro: un montón de cosas en inglés de barrio bajo inglés que no entendí ni un
poco.
Y Sound:
su cara ahora era una sonrisa enorme.
Y el
negro, como se dió cuenta de nuestra imposibilidad de contestarle, me miró y dijo
algo así como: “¿Podrías pasarme un e-mail?”.
Y yo:
“Oh, yes, yes”.
Y él volvió
a decirme: “¿Me lo dás por favor?”
Y ahí
caí que quería escribirlo, y entonces se lo deletreé a su asistente que anotaba
sobre una carpeta, donde seguro tenía su hoja de ruta, su cronograma y todos
esos papeles que se usan en las giras para organizar el trabajo. Justo cuando
la cara de Sound empezaba a ser una boca extendida de oreja a oreja, el negro
nos abrazó y se fue.
Nos
quedamos un rato sin hablar, agarrados de la mano. La cara había mutado de
nuevo: era una sonrisa enorme, ya no tenía ojos ni nariz. Todos esos dientes y
labios se abrieron, y me dijeron: “Ya está. Ya nos podemos ir”.