4 jun 2011

cara nueva





Tomamos un taxi porque Sound quería llegar temprano. Parados en el semáforo de la Pritty, se le ocurrió decirme que la trafic, a nuestra derecha, era la que llevaba a los músicos, pero no lo hizo. En  efecto, el taxi y la trafic se detuvieron en el bar donde sería el show y fueron bajando, de a uno, el ídolo, los músicos, los managers y los asistentes.
Llegar primeros a un recital era algo que no nos pasaba desde que teníamos aproximadamente 20 años. Porque una cosa es estar ahí temprano por trabajo y otra bien distinta es ir de  público, respetando los rituales de comprar la entrada, hacer la previa, salir temprano para conseguir buena ubicación.
En la puerta nos encontramos con dos viejos agitadores del rock. Tipos de apariencia difícil: uno todo pelado hasta las cejas, otro con un tatuaje en la frente. Entre ellos no se hablaban y Sound hacía de nexo. A veces tengo la sensación de que a algunos nos toca actuar de puente. Puente entre las personas, entre las cosas que no se pueden conectar -por ejemplo un cable-, puente entre lo que está pasando y queremos hacer de cuenta de que no, pero ahí está.
El del tatuaje en la frente decía que el recital no le interesaba. El pelado llevaba una bolsa negra con unos adaptadores especiales. “Los necesito para enchufar un equipo de bajo que me traje de Bélgica”, explicó. Uno dijo que había llegado a las 6 de la mañana. El otro, que había vuelto al país hacía dos días. El del tatuaje dijo: “Mirá, mirá que zarpada esa luna”. La luna parecía una nave nodriza, pero achatada. Era enorme, amarilla, espesa. Se asomaba por un edificio cualquiera del Abasto.
El pelado se quedó hablando con otra gente y sobre la vereda se había formado una cola que llegaba hasta mitad de cuadra. Nos pusimos atrás de unas chicas que parecían ser estudiantes de algo. Esos son los momentos en los que me gustaría ser sorda. No pude evitar prestar atención a cierto relato referido a “lo tranquilos que eran los festivales de La Falda” y a lo trascendental que es haber visto, en vivo, a músicos como Lito Nebbia, Paul Mc Cartney o The Cult. “Las mujeres en tacos altos me hacen doler los pies”, le dije a Sound, pero no me escuchó o no me dio bola. Me colgué mirando la luna y pensé en lo terrible que es ver cómo esa gran bola se empieza a achicar, a ponerse más blanca y más común. Imaginé cómo serían los puentes en la luna, sin fuerza de gravedad, puentes para gente que no necesita caminar porque no tienen por dónde. “Puentes sin gravedad" podría ser el nombre de una canción, murmuré, pero él ni me miró.
La fila comenzó a moverse en zigzag, como hacen los animales cuando tienen parásitos. El ídolo de Sound, su influencia más directa, había salido del bar para saludar a cada una de las personas que esperaban por su show. Todo se había demorado y recién estaban probando los instrumentos. De pronto, en un momento que no alcancé a percibir muy bien, Sound empezó a mudar su cara a otra, una de un tipo muy joven, y se volvió inglés y negro y boxeador. Los músicos y los boxeadores son muy parecidos, pensé. El ring bien puede ser un escenario y todo es fuerte y frágil a la vez.
Cuando por fin se produjo el encuentro, los boxeadores estaban casi desnudos, sin instrumentos ni guantes. A partir del primer abrazo, la secuencia de hechos transcurrió más o menos de la siguiente manera: el ídolo lo saludó y Sound se quedó mirándolo, quieto. El amor es la cara de Sound saludando al ídolo, pensé. El tipo me dio la mano y me dijo: “Hi”. En una veloz maniobra abrí la cartera y saqué un disco de Lautremont. Se lo dí a Sound y le dije: “Dale, aprovechá”. Él se lo dió.
- “¡¿This is your music?!”, exclamó el negro.
Y Sound: “Yes” (un yes muy tímido pensé).
Y entonces el negro: “¡Oh, thank you so so so much!”
Y Sound: nada.
Y el negro: un montón de cosas en inglés de barrio bajo inglés que no entendí ni un poco.
Y Sound: su cara ahora era una sonrisa enorme.
Y el negro, como se dió cuenta de nuestra imposibilidad de contestarle, me miró y dijo algo así como: “¿Podrías pasarme un e-mail?”.
Y yo: “Oh, yes, yes”.
Y él volvió a decirme: “¿Me lo dás por favor?”
Y ahí caí que quería escribirlo, y entonces se lo deletreé a su asistente que anotaba sobre una carpeta, donde seguro tenía su hoja de ruta, su cronograma y todos esos papeles que se usan en las giras para organizar el trabajo. Justo cuando la cara de Sound empezaba a ser una boca extendida de oreja a oreja, el negro nos abrazó y se fue.
Nos quedamos un rato sin hablar, agarrados de la mano. La cara había mutado de nuevo: era una sonrisa enorme, ya no tenía ojos ni nariz. Todos esos dientes y labios se abrieron, y me dijeron: “Ya está. Ya nos podemos ir”.