21 dic 2011

¿Cuál Vinilo?


Como cierre del Taller Literario que hicimos en Casa 13 (Cba.) durante 2010 y 2011, armamos ¿Cuál Vinilo?
Se trata de una editorial autogestionada en la que sólo se edita un ejemplar de cada libro.
Resguardado en una tapa de vinilo seleccionada y adaptada por el autor, el acceso al ejemplar único sólo es posible visitando Casa 13.
Los textos, mientras tanto, se hallan disponibles en esta página, no así el objeto mismo (único, reciclado e irremplazable) y sus autores (únicos, virtuales y reales a la vez).
Los vinilos están disponibles en la biblioteca y las paredes de casa 13.
En esta primera tirada, un grupo de trabajo que durante un año se reunió los miércoles edita parte de su material:
The Killer”, de Félix Gollán
Ya nadie baila en los recitales”, de Rocío Paulizzi
“El renacer de Cho Tchang”, de Fabiana Zuccatto
“La mancha es Cobain”, de Cecilia Yalangozian
“Lobos en la mesa”, de Maximiliano Acosta
“Sin título”, de Stella Marys Darraidou
“Pequeña Smith Sunshine”, de Malén Otaño
Como un turista”, de Natalia Pez

Me gusta lo que publicaron mis compañeros y como quedaron sus vinilos.
Mi vinilo se ve como en la foto.


Félix, Yalan, Stella, Nati NIN y muá.. 
No salen en la foto: Paraguayitas 1 y 2, Malén, Maxi y Pablo.



En esta salen, también, Maxi, Paraguayita 1 y Pablo.
Sigue faltando Malén.



28 nov 2011

3. Hank


Espero que cuando leas esto no haya nubes.

Es increíble cómo las nubes  
pueden cambiar el sentido de las palabras,
volverlas más tristes o
más azules. 

Es increíble cómo pega el sol en El Paso.
Lo saben las plantas y por eso llevan años adaptando sus hojas
para subsistir ahí,
para ser  fecundas a pesar de todo.
Yo supongo que hay quienes adoran el desierto y
el color opaco de todas esas plantas.
De hecho
creo que nosotros, Marie,
adoramos el desierto.

Imaginate el verano en El Paso,
todo ese campo seco por definición.
Cuando estás ahí,
un martes a las 2 de la tarde,
cualquier cosa te parece lejos.
A veces pienso que la inmensidad
está hecha de tierra, pasto y
animales que se camuflan.
Supongo.

Imaginate que estás ahí,
ese día y a esa hora,
y que de pronto ves algo en movimiento,
siempre a lo lejos.
Entonces agarrás los binoculares
y al hacer foco te encontrás con que esa cosa
es una cabeza de indio atada a una tortuga.
Después te das cuenta de que esa cara te resulta conocida.
Después, de que sabés su nombre.
Y de pronto, te sentís descompuesta,
y querés vomitar,
y el corazón se incomoda,
como si quisiera salirse del cuerpo,
y entonces te acercás al auto en busca de bolsas para evidencias y,
mientras los demás agentes te dicen cagona,
uno levanta la cabeza del indio y
la tortuga explota.
Explota.
Explota en el medio del lugar donde todo es lejos.
Una bomba que no te rasguña porque estabas adentro del auto.
Una bomba que mata a un compañero,
amputa a 3,
y a vos te devuelve a Albuquerque
por “considerar que no estás a la altura de las circunstancias”.
Imaginate.


Mañana estaré volviendo y en verdad no sé
qué les voy a decir a los compañeros
¿Que los narcos de México
son más creativos que los gringos?
¿Qué no puedo dormir desde que maté a Tuco Salamanca?
o ¿que tengo ataques de pánico
cada vez que subo al maldito ascensor de la DEA?
No puedo.
Sólo puedo escribirte estas pocas palabras
y esperar que no haya nubes
y esperar, también, que deje de soñar con la tortuga,
con la cabeza cortada a la altura de la nuez,
con el compañero muerto,
con los 3 que dejaron sus piernas como alimento para pumas.

¿Sabés?
Anoche tampoco dormí.
Y vos estás lejos como todos esos campos,
y yo estoy solo
aterrado,
haciendo de cuenta que peleo contra los narcos imaginarios
y contra los de verdad.

Hay en la mesa de luz una pastilla blanca y un vaso de agua.
Mañana cenaremos juntos.

Tuyo.

Hank

15 nov 2011

2.Walter




Hubo un momento en el sentiste que
todo estaba mal.
Fue como cuando te diagnosticaron cáncer y
empezaste a tomar decisiones apresuradas y
a hacer cálculos sobre el costo de vida y
la tasa de inflación.
Curiosamente, Skyler se había embarazado la víspera de tus 50 y
habían discriminado a tu hijo la última vez que fue a
comprarse un jean.
Hubo un día que no pudiste más y
entonces apareciste desnudo
en medio del autoservicio.
Hubo un día que engañaste a tu cuñado policía
porque necesitabas tiempo para hacer chatarra la Van
donde cocinabas esos cristales,
tan puros como los diamantes que solía robar Marie de
las joyerías del centro.

Sombrero negro, gafas de sol, un socio yonky y un
seudónimo alemán
eran tus signos antes de meterte
con el tipo de las pollerías.
Mientras, tu nombre se agrandaba en
las oficinas de la DEA y
seguías dando clases a los adolescentes
en el Instituto.

Ahora que estás en remisión no
puedo evitar preguntarte:
cuándo supiste que debías aprender a disparar un arma,
cómo pudiste envenenar a un nene usando las
bolitas de esas flores,
qué le dijiste a Don Salamanca, esa tarde de viento, para
convencerlo de que explotar
era una forma morir. 

11 oct 2011

Ya nadie baila en los recitales


No hay una mesa servida pero
los cubiertos hacen ruido contra la porcelana azul.
Podría ser una reunión de amigos o bien
el recuerdo insistente del plato con el metal,
del metal con el plato, del plato con el metal.

Debo olvidar la idea de que ya nadie baila en los recitales, pienso mientras
mastico la comida imaginaria.

Debo dejar de pensar.

Está bien, me digo, y entonces
como. Hago de cuenta que como la comida imaginaria y
que el ruido viene de mi plato y
que interactúo con otras personas también imaginarias, sentadas
a la mesa.

Las personas sentadas a la mesa no son como las del poema de Casas, aunque
hay una embarazada y, afuera, la ropa en la soga aplaude para
el perro que mira sin ningún tipo de pasión, y que
tampoco existe.

Como. Interactúo. Trato de escuchar algo que no sean los cubiertos. Una
onda satelital emitida por un astronauta. Una conversación en
la que ninguna de las personas diga la palabra yo.

¿Por qué las ollas al final de los arco iris están todas vacías? dice, de pronto, la
hija que nunca tuve.
Ella me tironea la ropa. Busca respuestas que no puedo darle.
Después se aburre, sale al patio, tira cosas que el perro no
quiere buscar.
¿Cómo le digo a esa hija que escribir sobre arco iris en
medio de un poema es
un acto, por definición, suicida?

La hija que nunca tuve habla con las personas imaginarias de la mesa y
cuando presiente que ha perdido su atención
se pone a cantar.
Ya nadie baila en los recitales, pienso, mientras la escucho
cantar la canción del Mundial 90´, en perfecto italiano.
Cuando termina se pone a llorar.
No es consuelo lo que recibe. Son aplausos.
Las camisas colgadas en el patio imaginario
acompañan los festejos
gracias al viento.

Sería bueno que el viento traiga algo de lluvia, digo,
pero el alboroto tapa las palabras.
La hija que nunca tuve se queda dormida sobre dos sillas que
juntó para hacerse una camita.
Sólo cuando ella se duerme las personas sentadas a la mesa
callan.

Yo sigo escuchando el ruido de los cubiertos, como si fuera un tren que
no hace escalas y
pienso en los arco iris y en el sueño de la hija que nunca tuve
(las dos sillas haciendo camita)
y en los planetas
y en las personas que no bailan en los recitales y en
un poema que hable de todo eso.

Debo dejar de imaginar cosas.
Tengo que conseguirme un arco iris para cuando termine de
escribir.
Voy a suicidarme con uno de esos.

14 ago 2011

Belle Epoque






02:45 a.m.
Vamos a dar una vuelta, decís y
antes de salir un tipo le
da un empujón a la chica más linda.
Le pregunta si se siente especial y
ella no contesta,
se ríe fuerte.

¿Son sus dientes los que brillan
o las chispas de los encendedores?

Los más chicos se van para allá,
hacen grupito.



00:37 a.m.
El Sr. Sound baila y
yo me rio de contenta
re fuerte
chateo con una amiga
ella dice que quiere un
novio que le baile
y la haga reír de
contenta

yo me muevo en la silla que gira y
se sube y se baja sola
soy una cantante punk en pleno show
escribo un poema y
saludo a Elisa, pongo que
me gusta la foto de
Nati Nin

el Sr. Sound baila y nos
olvidamos de todo

los únicos instrumentos que suenan
salen por esas cajas
yo escribo una poesía
soy una cantante en pleno show
digo por chat que ese novio ya viene
que está llegando



05:15 a.m.
Quiero escribir ese poema. El que dice que leés a Carver cuando
vas al baño y
después me contás todo, a
excepción de los detalles.



04:01 a.m.
El pibe que saca fotos cree que somos hermanos.
Está por disparar.

Me gustaría saber adónde muere la música te digo pero
vos no querés más preguntas.

Levantás la mano para tapar la cámara,
parecés un rockstar.


20:17 p.m.
Me pasé la tarde leyendo epitafios.


07:30 a.m.
Soñé que aprendía a tocar una guitarra.
Era la guitarra del Sr. Sound, esa que tiene
fondo negro y rayos de colores brillantes
por todas partes.
Nada era fácil en mi sueño, no era
como esas veces en las que uno simplemente vuela o
salva a una población de una
epidemia de hammsters.
Soñé que tocaba una guitarra
-la guitarra del Sr. Sound- y que
 me costaba aprender. 

Esta noche intentaré soñar que practico
los ejercicios cromáticos:
1, 2, 3, 4 ó
1, 3, 2, 4 ó
4, 3, 2, 1
Si veo que no me salen voy a escribir un poema.
Un poema sobre una mujer que nunca aprendió a tocar la guitarra o
un poema sobre una guitarra que no
quiere que la toquen mal. 

Voy a escribir un poema sobre una guitarra. 
Espero que no se entere el Sr. Sound.


16:30
Cuando no estás
me gusta dormir de tu lado de la cama,
usar tu bata después de bañarme,
sacar lo que queda de talco en tus zapatillas para
ponerlo en las mías.


00:01
Quiero ese poema.

12 ago 2011

Fan de Lennon


“Me pregunto en qué momento
los dinosaurios sintieron
que algo andaba mal”.
Fabián Casas



Me acuerdo de haber viajado mucho. Son casi los únicos recuerdos de familia que tengo. Cuatro personas en un auto. Cuatro personas y un cassete. Me acuerdo de que mi padre se sabía todos los temas de memoria. Mi padre, que nunca supo inglés, cantaba todos los temas de memoria porque no soportaba “no entender” lo que le “querían decir”. Como si hubiera alguien, tal vez un malvado, que le quisiera inculcar alguna una idea. “Así es como te dominan”, decía, y ponía un cambio. Yo no entendía muy bien de qué venía eso de la dominación pero sí captaba que era algo malo, una fuerza extraña que querría apropiarse de nuestras palabras, un monstruo que seguro hablaba en inglés y era rojo y azul, y nos hacía menos libres; en fin, algo que no podía ser.
Si tuviera que pensar en un momento familiar, pues sería arriba del auto. De viaje a Quetrequén, a Huinca o a La Plata. Vacas. Vacas. Vacas. Pasto. Caballos. Pasto. Un tambo. Dos estancias. 5 viveros. Vacas. Tranqueras, muchas tranqueras y muchos alambres. Alambres de púas. Lagunas, varias. Y cerrar la ventana por el olor a zorrinos. Y esquivar una liebre, y agarrarse del parabrisas para menguar el impacto de una paloma. Y los Beatles, y Pink Floyd, y la Orquesta Sinfónica de Londres.
El folcklore de los viajes eran las peleas con mi hermana Brenda. Entonces mi padre había implementado una serie de estrategias para que a ellos, los adultos, se les hiciera menos denso el camino. Una vez, por ejemplo, viajábamos a llevar unas ruedas de auto de competición. Las ruedas eran gordas, como de medio metro de ancho, con pelitos y puntas en la superficie para agarrar mejor la pista. Como Brenda me peleaba y me decía “pendejita” a cada rato, mi padre optó por separarnos con una de las ruedas, así ni nos veíamos. El olor a caucho era insoportable.
Otra vez, ya habíamos pasado Luján, y como nosotras nos empezamos a agarrar de los pelos, él nos bajó en mitad de la ruta. (Nos amenazó 3 veces y a la cuarta nos bajó). Y arrancó. Hizo un par de kilómetros y después volvió. Brenda pensaba que nos había abandonado, en medio de la llanura más inmensa, y se largó a llorar. Yo le decía que no pasaba nada, que no nos iba a dejar.
Las ruedas de competición eran del auto de carreras de mi padrino. “Es el mejor piloto de su generación”, decía mi padre, y tuvo la desgracia de salir siempre segundo. Corría en esas katangas chatas y bajas, parecidas a las de fórmula 1. Una vez, en Pico, él estaba por ganar la carrera que lo consagraría campeón de su Fórmula. Habíamos ido todos. Mi abuela, a cada rato, le decía: “Waltito ganá la carrera pero andá despacio”. A Brenda y a mí nos daba mucha gracia esa frase, pero entendíamos que para ella la velocidad podía llegar a ser algo muy peligroso. 
Al momento de la carrera, mi padre se fue a boxes a tomar los tiempos y mi madre se quedó cuidándonos. Mi padrino venía ganando y le llevaba una vuelta de ventaja al segundo. Era imposible que no ganara. Era imposible que no saliera campeón. De pronto, nadie entendió bien qué pasó, un tipo de jeans ajustados y gorra con visera, empezó a agitar una bandera a cuadros cuando todavía faltaban 2 vueltas para que terminara la competencia. Mi padrino, que había perdido la cuenta y se dio por vencedor, menguó la marcha al pasar la línea de largada. Nosotros, que no veíamos al tipo, pensamos que había abandonado o, que quizás, el motor tendría alguna falla. De repente apareció mi padre, corriendo exaltado y le dijo a mi madre que nos sacaran a todos de ahí, “urgente”. Asomadas atrás de una F100 pudimos ver cómo otros hombres de bigotes y jeans ajustados aparecían entre el polvo de sus propias corridas, con palos y gatos hidráulicos para atacarnos. Si mi padrino retomaba la carrera, a nosotras -sus sobrinas- nos iba “a pasar algo”. Un momento de máxima tensión.
Mi padrino terminó saliendo segundo en la carrera y segundo en el campeonato. Unas semanas más tarde, los familiares y amigos le hicieron una cena para agasajarlo y mi padre le dibujó una katanga con unos laureles por detrás y un diploma imaginario que lo nombraba “campeón moral”. “Salir segundo es una mierda”, le dijo mi padrino, mientras abollaba la cartulina con las dos manos.


La mañana en que mi padre se accidentó por primera vez coincidió con el día posterior a mi cumpleaños número 6. Y, desde entonces, ver a mi madre con su guardapolvo verde cruzar el patio cubierto de la Escuela era, definitivamente, presagio de malas nuevas. Ella, toda lánguida y hermosa, andaba rápido por los mosaicos encerados como si fuera un fantasma de sábana verde y, cuando me sacaban del aula, antes de decir nada sonreía y después: “No te asustes”, y ahí venía lo peor.
De las cuatro veces que me buscó, tres fueron muertes y una un accidente. Resulta que, después de dejarme en la puerta de la escuela, mi padre tuvo su primer ataque de epilepsia y chocó contra un poste de luz de cemento, a dos cuadras de ahí. El lugar del choque era un descampado donde los chicos jugaban fulbito y las chicas se pavoneaban durante los partidos, pensando que alguno las iba a registrar. Como eran las 8 de la mañana, de un lunes de marzo, no hubo que lamentar otros heridos. “Viste que en el campito a esa hora no anda ni el gato”, dijo uno de los bomberos que ayudó a sacarlo del auto.
Mi padre, de 33 años, había convulsionado solo, subido a un auto que se aceleró, también solo, y se descontroló hasta dar con ese poste. “33, ¡la edad de Cristo!”, gritaba mi abuela por teléfono, como si pensara que mi padre iba a morirse y a  resucitar, o algo por el estilo.
Quienes lo socorrieron vieron espuma blanca caérsele por la boca toda mordida, a causa de los espasmos. El auto, del lado del acompañante, había quedado totalmente destrozado. “Me salvé porque iba manejando; que si no, no cuento el cuento”, dijo mi padre cuando recuperó la conciencia.
Me acuerdo de que esa mañana me quedé en la vereda, mirando cómo el auto avanzaba sobre las calles hasta que, de un grito, la maestra me llamó adentro. Algo había ese día, demasiado brillo, demasiado calor, humedad, o algo habría en los ojos de mi padre que me dejaron pensando, en la puerta de la escuela, sin poder entrar. Me acuerdo, también, que no podía entender bien qué significaban las palabras: “epilepsia tardía” y “convulsionar”, pero me hacían pensar en 10 lavarropas juntos, moviendo sus tambores de un lado a otro, agitándose para centrifugar, haciendo sentir sus quejidos por todas partes.
Del paso por la clínica me quedó impregnado el olor. No podía entender cómo en ese lugar donde se cura a las personas, todas las cosas olieran a muertos.
- “No te preocupes. Peor es el olor de la sopa que me obligan a tomar”, dijo mi padre con dolor en la boca.
Esa tarde, la habitación se llenó de gente y yo me quedé afuera en una banqueta con forro de cuerina que hacía ruido escatológico cada vez que alguien se sentaba. Me puse a pensar en lo mucho que me hubiera gustado estar en el auto en el momento del accidente. Imaginé a mi padre envuelto en una sábana verde, corriendo en su R12, también verde, por las calles anchas y llenas de piedritas. Escuché el ruido mecánico de la cassettera al darle play y “Lucy In The Sky With Diamonds” seguida de “Jealous Guy”, y también los gritos de la abuela diciendo cosas ininteligibles desde la vereda. Éramos dos pilotos corriendo a toda velocidad y nadie flameaba una bandera a cuadros. Corríamos envueltos en una sábana verde con olor a muertos. Cuando mi padre empezó a convulsionar yo me agarré del volante, estiré las piernas hasta tocar los pedales y aprendí a manejar en un segundo. Miré para todos lados y no había un poste de cemento. Hicimos 5 cuadras. Cuando se calmó le dije: “Papá, no vamos a chocar. Te lo prometo”.  

5 jul 2011

La primera vez que vi tu banda



La primera vez que vi tu banda me
corté la mano con el filo de un espejo.
Fui con la mano vendada 
me habían puesto 3 puntos
pero tenía que ir igual

Cuando terminaste de tocar
me dieron ganas de hacer pis
porque afuera estaba helando.
Vos me acompañaste al baño
hacía poco que nos conocíamos
no podía usar mi mano
tuviste que hacerlo todo por mí.

En el baño había un travesti
-se ve que le gustaste un poco-
a las chicas siempre nos gustan los hombres de los escenarios.

Primero me sacaste el cinto
los botones del pantalón
me bajaste la bombacha
y te quedaste mirando.
Hacía dos semanas que nos conocíamos.
La travesti te tocaba.
Vos me mirabas hacer pis
y estabas listo y brillante.
El pis no tenía olor y vos sí
vos tenías olor a
Fernet y a guitarra.


Cuando salimos de ahí
vos estabas todo erecto
y yo también.
Podemos tener una vida hermosa, te dije
Vamos a acompañarnos aunque estemos siempre solos, 
me dijiste vos.



2 jul 2011

un epitafio para Jane














Cuando terminaron las pericias
tu novio entendió
que mezclar cristales y
heroína
no era un buen plan.
Vos tenías que ir a tu reunión
de gente
que deseba rehabilitarse
pero el socio de tu novio
te dejó morir
ahogada
en tu propio vómito

-creo que Walter ama a tu novio-.

Después
la policía te sacó
adentro de una bolsa blanca
y tu novio se puso una campera
para tapar los pinchazos.

Eras la arrepentichica
en un dibujo para tatuar y
tu vida cabía
en el líquido de esa jeringa.

Más tarde
tu papá
hizo chocar 3 aviones.