12 sept 2016

La vuelta del perro

La subió al auto como todos los domingos y la llevó a pasear. Pero antes le puso su ropa de salir. Una blusa de seda estampada con dos lazos a la altura del cuello atados para armar un moño, una pollera larga hasta las rodillas y sus zapatos favoritos, los de ir a la Iglesia.
También se tomó un tiempo para peinarla. Armarle los rulos no era tarea sencilla. Tenía el pelo muy fino, gris y gastado, y el aparato eléctrico no hacía más que quemárselo cada vez que enrollaba un mechón alrededor de la pinza. En total contó setenta y dos rulos, y le dejó algunos mal hechos para darle volumen. El rocío fijador terminó de hacer el resto.
De fondo, uno de los periodistas de FM Hondonda narraba los detalles de la tragedia ocurrida a la madrugada. El hospital y la clínica estaban colapsados, una docena de pacientes habían tenido que ser trasladados a nosocomios de localidades vecinas y las salas funerarias ya no tenían lugar. Las personas se juntaban en las veredas a llorar, se abrazaban y lanzaban preguntas al aire del tipo: “¡¿por qué a mí?! O ¡¿Qué hice yo para merecer esto?!”. A Silvio Raúl no parecía interesarle lo ocurrido. Estaba ensimismado, abocado a la tarea de embellecer a su madre, doña Carmela María Espinosa de Vélez, quien parecía no haberse enterado de nada.
Una perla rodeada de brillantes adornaba cada lóbulo de sus flácidas orejas. La cadenita de oro blanco, que su esposo le había traído de Marsella en 1972, se asomaba por su garganta rugosa. Llevaba un colgante con la figura de un niño. El hijo único que había tenido con don Raúl Vélez, en la primavera de 1968.  En la mano izquierda, la alianza matrimonial, robusta, impoluta. En la derecha, el anillo de compromiso, un hilo de oro enrollado para formar la figura de dos cuernos. A doña Carmela María le gustaba lucir los tesoros que guardaba –adentro de una bolsa en algún lugar de la heladera- en cualquier ocasión que ella definiera como especial: la boda de algún sobrino nieto, el festejo del aniversario del Club Social, las cenas de reencuentro de ex alumnos o, simplemente, la misa de cada domingo.
La casa mantenía un orden extraño. Los platos estaban limpios, las camas tendidas, el baño en condiciones. Un álbum de fotos viejas tirado sobre el sillón del living rompía el delicado equilibrio. También los maquillajes desparramados sobre la mesa de la cocina y la buclera, que permanecía encendida. Si doña Carmela María se hubiera percatado de ese detalle, habría obligado a Silvio Raúl a desenchufarla para “no gastar luz de gusto”.
Nada se movía aparte de él. Los animales dormían sobre una manta sucia tirada en el medio del patio. Las persianas estaban bajas. Apenas unos rayos de luz dibujaban líneas paralelas sobre las hojas más grandes de las plantas. Los olores eran los mismos de siempre: tabaco armado, Heno de Pravia y café.
Después de pintarle los labios –“los labios son la última parte de la cara que se pinta”, decía siempre doña Carmela- fue hasta la pieza a buscar la cámara de fotos. A la cámara sólo le quedaban un par de disparos disponibles. Entonces debía ser muy preciso. Iluminar el espacio, acomodar a la modelo, destacar su perfil más amable.
Doña Carmela María Espinosa de Vélez había sido la directora de la Escuela. Medio pueblo la conocía y medio pueblo había sido alumno suyo.  Era meticulosa, limpia y refinada. Se había casado con don Raúl Adalberto Vélez cuando tenía diecisiete años. Como era menor de edad, sus padres tuvieron que firmarle un permiso. Eso era muy común en aquellas épocas. A los diecisiete se recibió de maestra. Sus años de pupila en el internado de Colonia Verde le habían valido el título al egresar del secundario. Desde entonces había ejercido la docencia hasta que, al cumplir cuarenta y tres, la nombraron directora de la Escuela Libertador San Martín, número cuarenta y tres. Doña Carmela no era supersticiosa pero las coincidencias le daban impresión. Lo mismo le sucedió cuando se dio cuenta de que el niño más problemático de la escuela se llamaba igual que su primogénito, o cuando notó -no sin espanto- que la amante de su esposo tenía la misma edad que ella al contraer el sagrado matrimonio.
Doña Carmela era una institución en sí misma. Sus reglas podían escribirse solas como grafitis dibujados con luz y cumplirse sin necesidad de que medie voluntad humana.
Silvio Raúl había despejado la mesa y había abierto las ventanas para que entrara más luz. Había movido la lente de la cámara, como si supiera el efecto que deseaba conseguir. Puso las manos de su madre sobre la mesa, una arriba de la otra, y le corrió el mentón hacia el costado. Tomó una foto. Dos fotos. Tres.
Después, y como si fuera un galán de telenovelas, llevó a su madre en alzas hasta la puerta del auto. Apoyó sus piernas flacas sobre el pasto apenas crecido y mientras la sostenía en uno de sus brazos, con el otro abrió la puerta. La acomodó en el interior. Le puso el cinturón de seguridad y le estiró la blusa para que no se arrugara. Encendió el motor del auto, el olor a nafta se mezcló con la fragancia a lavanda que desprendía el pinito colgado del espejo. Puso primera.
Silvio Raúl y su madre atravesaron la avenida principal del pueblo una y otra vez. De ida y de vuelta. Él le contó, a su manera, cómo había sido el tema del meteorito. “Una pelota gigantesca cayó del cielo”, le dijo. “El fuego destrozó todo y mató a mucha gente”.
Después prendió la radio para escuchar cómo iba el partido. Boca perdía frente a Racing. Cuando le hicieron el tercer gol paró el auto, se bajó y le empezó a dar patadas a la puerta y golpes de puño al techo. Se volvió a subir, la radio estaba a todo volumen, a juzgar por la alegría con la que el comentarista describía la hazaña del jugador que había metido un gol de tiro libre, cualquiera hubiera pensado que era fanático del equipo albiceleste. Silvio Raúl no podía más de la bronca. La agarró a Carmela de los hombros y la sacudió un poquito. Un par de rulos desarmados le cayeron por encima de los ojos.
De pronto algo potente iluminó la calle. A contraluz se dibujaron las siluetas de cinco hombres montados en cinco motocicletas. Cada moto parecía un barco. Eran cinco barcos que navegaban la llanura, sin conocerla.
Uno de ellos se acercó al auto y golpeó la ventanilla. Estaba anocheciendo, pero Silvio Raúl alcanzó a ver el anillo con forma de calavera que se acercaba al vidrio, la muñequera de cuero con tachas y el antebrazo más peludo del mundo. Entonces bajó la ventanilla y el volumen de la radio, y le preguntó qué quería.
- Hola loco, nos perdimos ¿Vos me podrías ayudar a encontrar la salida?
- De Hondonada nunca se sale, contestó Silvio Raúl.
Se hizo silencio. El motoquero se arrimó un poco más para ver si alguien adentro del auto podía ayudarlo pero solo encontró a una anciana con el pelo tirado sobre su frente, la cabeza algo ladeada y la mirada fija en algún punto de los faroles de las motos que estaban ubicadas en semicírculo, alrededor de ellos.
-Dejá, man, nosotros nos arreglamos. Gracias por nada, le dijo y dio media vuelta para encontrarse con su Harley. Antes de ponerse el casco, le hizo una seña con el dedo anular. “Ojalá no te pierdas nunca”, le gritó.
Los motoqueros empezaron a irse de a uno. Con la luz de la última moto Silvio Raúl se detuvo un instante a observar el rostro de su madre. Le revisó cada línea de la cara, los cachetes blanditos, los ojos fijos, la nariz tiesa, las manos juntas sobre la falda. Comenzó a sentir una especie de dolor inexplicable en el centro del pecho y de la garganta. Como si tuviera anginas pero más fuerte. Después subió el volumen de la radio. El partido había terminado y ya era hora de ir a misa. Arrancó. Dos perros le ladraron al auto durante media cuadra.
Estacionó frente a la iglesia. Una multitud se movía de acá para allá. Algunos religiosos se habían acercado a pedirle explicaciones a Dios, pero fue el cura quien acudió a sus reclamos divinos. Desde la vereda se escuchaban los gritos de los familiares. Los coches fúnebres pasaban de a uno. Dejaban a su paso pétalos de flores que se desprendían de las coronas. Hondonada olía a cementerio.
Silvio Raúl se bajó del auto y emprendió el camino hacia su casa. Tuvo ganas de largarse a llorar pero después se puso a hablar con la señora que atiende el kiosko de la esquina de la plaza y se olvidó.
Cerró todas las puertas y bajó las persianas. Les dejó agua y comida a los animales y los hizo entrar. Se asomó al garaje vacío y pensó en lo mucho que le gustaba el olor a nafta. Se preparó un té digestivo, llevó la tele a la pieza y se acostó.

Golpes en la puerta principal lo despertaron el lunes por la mañana. Eran el comisario Roldán y el cabo Perales que lo venían a buscar. “Tiene derecho a guardar silencio”, le dijeron y con algo de impericia le colocaron las esposas. Después lo metieron en el patrullero, le pusieron el cinturón y le acomodaron la ropa. En la radio, una de las sobrevivientes –la hija del medio de los dueños de la panificadora- leía un poema de su autoría:
“A los caídos en la Bomba Disco:
La muerte nos encontró aquel día
mientras bailábamos reggaetón.
Fuimos esa piedra en llamas que cayó del cielo
sin ninguna explicación.
Fuimos
olor a carne quemada y
desesperación.
Nadie ni nada curará esta herida,
un meteorito no tiene corazón”.
Silvio Raúl escuchaba atento mientras miraba por la ventanilla del móvil. Al pasar frente a la iglesia vio su propio auto cercado con cuatro conos anaranjados y las puertas selladas con papeles del poder judicial. Dos policías jóvenes custodiaban el vehículo. Las calles estaban prácticamente vacías y los pocos transeúntes que andaban por ahí se paraban para husmear y sacar sus propias conclusiones. También estaba el dueño de la radio. Llevaba una libreta y un grabador. Las ojeras le habían dibujado una cara nueva. Hacía tres días que no dormía. Nunca Hondonada había sido fuente de tantas noticias.

Ya en la comisaría, el cabo Perales le dijo que podía hacer una llamada telefónica y que pronto llegaría el “chico de Salerno”, para tomar su defensa de oficio. Él cantó un pedacito de un tema de Pimpinela que le gustaba a su madre, enérgico, entonado. Esperó que le abrieran la puerta y entonces les dijo, fuerte y claro, algo que había estado pensando a lo largo de las siete cuadras que separaban su casa de la institución policial: “No me pueden meter preso por llevar a pasear a mi madre un domingo”. Movió su cuerpo aún adormecido y se bajó. 

24 dic 2014

Yo soy la madre de la poesía

Hoy tuve que venir caminando. Pasa que cortaron la General Paz por la marcha. Yo justo salí más temprano para pasar por el cajero. Es que ayer vino el tipo que nos hizo la instalación trucha del cable a cobrar su cometa y no teníamos ni un peso.
Salí de casa rápido para que no me siga el gato. Cerré la puerta con dificultad y emprendí mi camino cuesta abajo hacia el centro. Iba cruzando el río cuando se me aparecieron, todas juntas, una serie de frases que se me habían venido repitiendo, insistentes, en los últimos 5 días. Mi lista mental se escribía sola mientras un par de tipos que corrían me cruzaban de frente.
“Yo soy la madre de la poesía”
“Vos también sos toda esa oscuridad”
 “El yo no muere nunca”
“Tenemos que dejar de pelearnos como si fuéramos hermanas”
“Cuando me desperté estaba muerto”
“Síndrome del ojo seco”
Esas eran las frases. Se relacionaban entre sí de una manera muy extraña. Se ubicaban una debajo de la otra como si quisieran armar una especie de poema. Un poema que no quería escribir pero me gobernaba. Se alargaba con cada paso, se extendía su tinta invisible en esa hoja de sangre y neuronas que era mi cabeza, cada vez más confundida.
Entonces me largué a llorar y se me hacía tarde. Le lloré al hombre que estaba por entrar al cajero antes que yo. Le lloré a otro señor que venía cantando fuerte. Le lloré a un policía al que le pregunté a dónde estaba la parada del bondi y no sabía. “Vos también sos toda esa oscuridad”, le dije. Y el uniformado, que hablaba por celular con la que –supuse- era su chica, me dijo que no sabía. Me sacó de encima.
Seguí caminando porque la marcha y la calle cortada. Y entonces empecé a sentir cómo me iba inundando de a poco. Sólo eran lágrimas, mocos y transpiración. Una bola de agua que caminaba por entre las demás personas. Una mujer con una nube adentro. 
En Tucumán paré en un kiosco para comprar pañuelos descartables.  La vendedora se estaba haciendo la linda con un muchacho muy flaco. El chico le respondía el cortejo. Yo estaba toda mojada. De golpe me acordé de esa vez en la que se me habían secado todas las lágrimas. La chica me preguntó qué iba a llevar. “Síndrome del ojo seco”, le dije. Y le lloré en la cara. Lo hice, como si nada, frente al chico que ella quería conquistar. Le di un billete de 5 y ella me devolvió un peso. Dos pesos por ojo, pensé. Después mire la hora en el teléfono. Ya era tarde. Y yo odio llegar tarde.
Caminé más rápido. Las zapatillas me empezaron a hacer doler. El poema se seguía escribiendo solo. “Yo soy la madre de la poesía”, se autoescribía. Entonces me enojé y le contesté: Yo soy la chica que admira a los chimangos. Y entonces el poema se quedó callado un rato. Yo soy la chica que se chocó un árbol la primera vez que anduvo en bicicleta por culpa de los chimangos, seguí. Yo me choqué un árbol por andar mirando para arriba. Estaba en el vivero de Maisonave. ¿Alguien se acuerda del vivero de Maisonave? Ahí aprendí a andar en bicicleta. La bicicleta era amarilla. El árbol era un eucaliptus y me lo choqué de frente, obnubilada por un pájaro inmenso. Después, eso de chocar de frente con las cosas se me hizo costumbre. Una vez, en el vivero, me caí de la cucheta y me partí la boca. En un momento tuve que asumir que me había crecido una boca nueva. Una boca adentro de la boca. Una trampa para las palabras.
“Cuando me desperté estaba muerto”, continuó el poema. Yo quise hacer de cuenta que no me importaba pero siguió: “El yo no muere nunca”, dijo. Yo apuraba el paso. En un momento sentí que la gente había dejado de mirarme. Eso me alivió un poco, pero seguía preocupaba porque estaba llegando tarde.
En Bulevar y Cañada medio que me perdí. Le pregunté a una chica cómo hacía para llegar y ella me indicó, haciendo muchos ademanes. Cuando le quise agradecer le dije: “Tenemos que dejar de pelearnos como si fuéramos hermanas”. La chica me hizo un fuck you y me dijo que si quería llegar tenía que ir leyendo los mensajes en los muros. Que ahí se revelaba “el significado del secreto oculto”.
En efecto, había grafitis por todos lados. Algunos con frases rockeras, otros con dibujos increíbles, otros con unas letras espectaculares que no se entendían pero eran hermosas.
La chica se llamaba Eva. Esa era la firma de todos los grafitis, el único texto que se repetía. Eva al revés es ave, pensé. Y los chimangos son aves. Son uno de los pájaros más grandes que habitan La Pampa. En La Pampa la poesía es la llanura. En La Pampa los grafitis se escriben con pedazos de llanura, pensé y seguí caminando.

En un abrir y cerrar de ojos llegué a destino. La casa no tenía timbre. Entonces di dos golpes con las manos y me pareció ver a alguien que se movía adentro. Después escuché el ruido de las llaves y alguien abrió la puerta. Pero no era Nahuel, sino Eva. La chica de los grafitis. La del fuck you en pleno centro.
La saludé y le pedí disculpas por lo que le había dicho en la calle. Ella me invitó a pasar. Su casa estaba cubierta de telas y había cientos de aerosoles tirados arriba de los muebles. Los aerosoles eran de todos colores y una gran cantidad de ellos eran dorados. Nosotras pasamos a un patio de luz y ahí nos sentamos en dos sillones enfrentados. Eva trajo unas monjitas y un par de toallas. Yo me puse a escurrir la ropa y le señalé los aerosoles dorados. “Los meteoritos son dorados”, me dijo con la seguridad de un astrónomo. Entonces le pregunté de dónde había sacado eso. Si los había visto alguna vez. Ella lanzó una carcajada estruendosa. Se rió un rato largo. Se abrazó a su panza, como si le doliera y me miró raro. Cuando se cansó se quedó dormida.

Pasaron como dos horas. Yo me podría haber ido pero necesitaba secarme un poco más y terminar la tercera cerveza. De pronto veo que se empezó a mover como si hubiera entrado en una especie de trance. Balbuceó algo que parecía ser un mensaje traído desde el más allá. Quizás esté hablando del “significado del secreto oculto”, pensé y le puse el oído cerca de la boca. Eva balbuceaba y yo no podía creer lo que estaba escuchando. “Yo soy la madre de la poesía”, decía, “Yo soy la madre”.

12 sept 2014

salir a asustar

con mi tío nos dábamos maza escuchando Soda. lo digo porque estuve viendo unos recitales y, de golpe, me vi en el departamento de La Plata, escuchando unos cassettes que eran grabados, cuyas tapas estaban diseñadas por él mismo con Letraset. mi tío es Bioquímico pero siempre pensé que bien podría haber sido Diseñador Gráfico. el vecino de la esquina de La Plata, el hermano de Eugenia -la mejor amiga de mi hermana- sí era Diseñador Gráfico. en esa época todo se hacía a mano. una vez le regaló un retrato de Lennon a mi viejo, hecho con grafito. mi viejo conservó el dibujo entre dos vidrios y lo colgó en el living de casa. la casa era medio hippie. en el living convivían el retrato de Lennon con un poster con la cara de Freud y un dibujo de un culo con un candado (que también había hecho mi tío y que había copiado de una revista). en fin, los auriculares eran blancos y chatos. yo escuchaba la música que él seleccionaba para mi mientras estudiaba. así pasábamos las horas. también recuerdo que solía jugar con la parva de cintas de los cassettes desechados. pelucas, porras y trenzas surgían de ahí. el olor de las cintas era muy fuerte. el pasillo era muy largo. las plantas chorreaban leche. los zapatos llevaban unas chapitas por encima de los dedos. los pantalones eran pizandos. estábamos anclados en 1990. salíamos en un jeep a tirar bombitas.

8 sept 2014

El peso del agua

Ayer desayunaste con Ben en la playa. Pero antes te obligaron a darte una ducha y a usar un vestido de chica linda. Ellos te estaban mirando sin pudor pero a vos no te importó. Es que con tanto desastre habías olvidado lo bien que se siente la espuma en el pelo, el olor a cuerpo limpio.
Después te llevaron esposada a esa especie de bar que montaron sobre la arena más blanca del mundo. Una mesa y dos sillas, y un cuadrilátero unido por telas atadas a unos palos, eran el escenario ideal. Sobre la mesa había un plato lleno de frutillas que sobresalían por su color. Eran tan perfectas que parecían hablarte. Vos te metiste la frutilla más grande en el centro de la boca. Ben te miraba muy fijo y cada tanto tomaba aire como para decir algo, pero no lo hacía. La frutilla era muy dulce y tenía el mismo perfume que las plasticolas con pececitos que usabas en el primario. El reflejo del sol sobre el mar te ponía china. Vos comías, como siempre, con la boca abierta, y eso era una especie de rebeldía que habías adquirido por culpa de tu mamá. Por culpa de los modales de tu mamá. Todavía tenías la boca llena cuando le preguntaste al hombre bajito con los ojos saltones –o sea a Ben- por qué te hacía semejante agasajo. “Ese desayuno será lo único bueno que tengas en mucho tiempo”, dijo, “preparate para lo peor”. Vos te quedaste mirando más allá de su hombro, como esperando que pase algo, pero la secuencia continuaba a un pulso que no comprendías y no había más frutillas en el plato. Entonces el  hombre de la barba falsa te vino a buscar y te llevó a la jaula de los osos polares.
La jaula era enorme. Un fino esmalte color verde agua cubría los barrotes anchos y el piso estaba lleno de bosta. Vos empezaste a caminar de un lado a otro, mientras pateabas los restos de galletas con forma de pescado que expendía una especie de máquina que no sabías usar y, de pronto, te acordaste de la lluvia. De la fuerza inmensa con la que solía caer ahí. De su intempestiva manera de irse. Todo muy rápido, pensaste. Llueve rápido y deja de llover rápido. El agua cae como si, de golpe, el océano trocara posición con el cielo. Cae con el peso del océano sobre las cabezas y después se va. Se desmaterializa. Te acordaste de que también llovía aquella tarde en la que se toparon con el oso polar en el medio de la selva y, también, cuando veían los videos de “Introducción a la tareas” en la escotilla de John. Te diste cuenta de que la lluvia se aparecía para  anticipar cada cambio, cada nueva forma que iban cobrando la isla, los animales y los humanos.  
Después apareció una chica. Una adolescente. Tenía el pelo muy negro y los ojos muy claros. Su nariz era fina, larga, y su boca interminable. Estaba asustada. Asustada y triste. Te dijo que el vestido que tenías puesto era de ella y después te preguntó si habías visto a su novio. Le dijiste que no. Que sólo habías visto a Ben y al hombre con la barba falsa. Le preguntaste si conocía alguna manera de escapar. Ella miró para arriba. Te señaló un hueco en el extremo derecho de la jaula. Un espacio por el que pasabas perfectamente. Trepaste muy fácil, pero cuando quisiste traspasar la reja una descarga eléctrica te tiró al piso. Quedaste inconsciente un rato largo. Llovió fuerte. Paró de llover. Te despertaste. Tenías hambre. Te acordaste de las frutillas. Te miraste el vestido ahora todo cubierto de bosta. Quisiste llorar pero no se te cayó ni una lágrima. Agradeciste que no hiciera frío y que la descarga hubiera seguido su rumbo bajo la tierra. Agradeciste que estuvieras viva. Por lo menos eso, pensaste. Después te pusiste a gritar sin motivo aparente y después te quedaste callada. Te diste cuenta de que estabas haciendo algo muy importante: esperar.
De pronto, empezaste a mirarte las manos llenas de tierra, los nudillos abultados de venas, las uñas largas, las piernas que se erguían por debajo de la falda, un mechón de pelo castaño y ondulado que caía sobre tu hombro mugriento. Y todo era raro. Inclusive esa cosa brillante que se apareció, como por arte de magia, entre las cosas de los osos. Era un trozo de espejo y cabía parte de tu cara ahí, y entonces decidiste inspeccionarte. La nariz y los cachetes estaban muy rojos. Tus labios secos. Algunas ramitas permanecían pegadas a tu sien por efecto de la humedad. Y hubieras jurado que tus ojos siempre habían sido negros, pero eran del color del agua los que devolvían el reflejo. Entonces volviste a probar. Y nada. ¿Acaso ese no era tu cuerpo? ¿Adónde estabas? ¿Eran rugidos de osos los que se oían a lo lejos?

3 abr 2012

7. Gustavo



Aquí yace quien sembró su cara
en  las piedras caídas del Hogar de Ancianos,
el jefe narco escondido
detrás del mostrador que expende pollo frito y
gaseosas.

Crecerán flores negras de esa piel,
de esos escombros.

Sus matones, apretadores, mozos, cajeros, yonkis, proveedores y cocineros
lo echarán de menos.

Sus muertos y esclavos no.

29 mar 2012

8. Waldo



Creo que no me morí. Creo que los muñecos no se mueren nunca. Yo estaba en un momento volando hacia alguna parte y en otro, no sé cómo, nadando en una pileta de agua amarga. Los muñecos de peluche no fuimos hechos para nadar. Tampoco para perder un ojo, aunque eso es más común. Además, creo que olvidé mi nombre. Debe ser a causa del fuerte traumatismo que me provocó el choque contra el agua. Un segundo seco, otro en llamas, después mojado, más tarde tuerto. Así, los últimos instantes que he vivido. Podría decir que tuve miedo pero no sé qué es. Tengo la sensación de que he dejado de vivir y de que estas palabras no son más que las cosas que se dicen los muertos a sí mismos cuando todavía el corazón les late por inercia. No. No voy a decir que tengo corazón y estómago sintéticos. Eso sonaría muy cursi. Aunque no me importaría ser cursi si ya estoy muerto.
Afuera hay unos tipos con trajes espaciales dando vueltas alrededor de la pileta. Me sacan pero no me secan. Creo que estoy adentro de una bolsa. Creo que los humanos tienen muy poca imaginación. A propósito, ¿alguien sabe mi nombre? Debería estar anotado en alguna parte. Algo así como: “Osito de Peluche” o “Juguete”, o simplemente “Waldo”.
Ahora cierran la bolsa y creo que nunca volveré a estar seco. Lo único que sé es que van a salirme hongos. Creo que será mejor tratar de descansar. “Hablaré de todo cuando recupere mi ojo”, le digo al tipo vestido de traje ridículo, pero no me oye o se hace el boludo. “Cuando recupere mi ojo y mi nombre”, le repito. 

19 feb 2012

5. Jesse



Ey!
Yo!
Yo no puedo dejar de escucharte.
Tengo miedo de apagar el teléfono porque pienso
que quizás me estés llamando.
Sé que en algún momento el contestador dejará de hablar por vos,
porque así las compañías de celulares o
las baterías, las baterías que siempre se acaban cuando
más necesitamos que permanezcan
latentes,
de pie.

Ey!
Yo!
Yo tendría que haberte puesto una batería sin fin. Debería haberlo hecho
mientras dormías un día.
Cómo no lo pensé.
Soy un idiota.
Y ahora estoy gastando esta batería sabiendo
que no sos vos la que responde
que no podés porque la voz se te volvió
temblor suave para
hormigas que viven en cuevas
y se quedan chiquitas, tambaleantes,
esperando que pase,
como yo
que espero
que algo pase y te traiga
a la silla
que quedó sin cuerpo, al lado de la mía, frente al televisor.

Mañana cuando esté de pie
voy a hacer un holograma con tu nombre.
Lo haré antes de que tire la última colilla que dejaste
toda pintada de rojo en
el cenicero del auto.
Voy a hacer un holograma tuyo y uno mío.
Vamos a ser los hologramas más bellos del mundo.
Vamos a hacer de cuenta de que existimos y no existimos
y así
hasta que pasen todos los días en los que ya no estuviste
mientras yo
Ey!
Yo!
Ahora que estoy solo
pienso
que no sé qué voy a hacer con esta muerte,
no es algo que se cure con
rehabilitación.