Hoy tuve que venir caminando. Pasa que cortaron la
General Paz por la marcha. Yo justo salí más temprano para pasar por el cajero.
Es que ayer vino el tipo que nos hizo la instalación trucha del cable a cobrar
su cometa y no teníamos ni un peso.
Salí de casa rápido para que no me siga el gato. Cerré
la puerta con dificultad y emprendí mi camino cuesta abajo hacia el centro. Iba
cruzando el río cuando se me aparecieron, todas juntas, una serie de frases que
se me habían venido repitiendo, insistentes, en los últimos 5 días. Mi lista
mental se escribía sola mientras un par de tipos que corrían me cruzaban de
frente.
“Yo soy la madre de la poesía”
“Vos también sos toda esa oscuridad”
“El yo no muere
nunca”
“Tenemos que dejar de pelearnos como si fuéramos
hermanas”
“Cuando me desperté estaba muerto”
“Síndrome del ojo seco”
Esas eran las frases. Se relacionaban entre sí de una
manera muy extraña. Se ubicaban una debajo de la otra como si quisieran armar
una especie de poema. Un poema que no quería escribir pero me gobernaba. Se
alargaba con cada paso, se extendía su tinta invisible en esa hoja de sangre y
neuronas que era mi cabeza, cada vez más confundida.
Entonces me largué a llorar y se me hacía tarde. Le
lloré al hombre que estaba por entrar al cajero antes que yo. Le lloré a otro
señor que venía cantando fuerte. Le lloré a un policía al que le pregunté a
dónde estaba la parada del bondi y no sabía. “Vos también sos toda esa
oscuridad”, le dije. Y el uniformado, que hablaba por celular con la que
–supuse- era su chica, me dijo que no sabía. Me sacó de encima.
Seguí caminando porque la marcha y la calle cortada. Y
entonces empecé a sentir cómo me iba inundando de a poco. Sólo eran lágrimas,
mocos y transpiración. Una bola de agua que caminaba por entre las demás
personas. Una mujer con una nube adentro.
En Tucumán paré en un kiosco para comprar pañuelos
descartables. La vendedora se estaba
haciendo la linda con un muchacho muy flaco. El chico le respondía el cortejo.
Yo estaba toda mojada. De golpe me acordé de esa vez en la que se me habían
secado todas las lágrimas. La chica me preguntó qué iba a llevar. “Síndrome del
ojo seco”, le dije. Y le lloré en la cara. Lo hice, como si nada, frente al
chico que ella quería conquistar. Le di un billete de 5 y ella me devolvió un
peso. Dos pesos por ojo, pensé. Después mire la hora en el teléfono. Ya era
tarde. Y yo odio llegar tarde.
Caminé más rápido. Las zapatillas me empezaron a hacer
doler. El poema se seguía escribiendo solo. “Yo soy la madre de la poesía”, se autoescribía.
Entonces me enojé y le contesté: Yo soy la chica que admira a los chimangos. Y
entonces el poema se quedó callado un rato. Yo soy la chica que se chocó un
árbol la primera vez que anduvo en bicicleta por culpa de los chimangos, seguí.
Yo me choqué un árbol por andar mirando para arriba. Estaba en el vivero de
Maisonave. ¿Alguien se acuerda del vivero de Maisonave? Ahí aprendí a andar en
bicicleta. La bicicleta era amarilla. El árbol era un eucaliptus y me lo choqué
de frente, obnubilada por un pájaro inmenso. Después, eso de chocar de frente
con las cosas se me hizo costumbre. Una vez, en el vivero, me caí de la cucheta
y me partí la boca. En un momento tuve que asumir que me había crecido una boca
nueva. Una boca adentro de la boca. Una trampa para las palabras.
“Cuando me desperté estaba muerto”, continuó el poema.
Yo quise hacer de cuenta que no me importaba pero siguió: “El yo no muere
nunca”, dijo. Yo apuraba el paso. En un momento sentí que la gente había dejado
de mirarme. Eso me alivió un poco, pero seguía preocupaba porque estaba llegando
tarde.
En Bulevar y Cañada medio que me perdí. Le pregunté a
una chica cómo hacía para llegar y ella me indicó, haciendo muchos ademanes.
Cuando le quise agradecer le dije: “Tenemos que dejar de pelearnos como si
fuéramos hermanas”. La chica me hizo un fuck
you y me dijo que si quería llegar tenía que ir leyendo los mensajes en los
muros. Que ahí se revelaba “el significado del secreto oculto”.
En efecto, había grafitis por todos lados. Algunos con
frases rockeras, otros con dibujos increíbles, otros con unas letras
espectaculares que no se entendían pero eran hermosas.
La chica se llamaba Eva. Esa era la firma de todos los
grafitis, el único texto que se repetía. Eva al revés es ave, pensé. Y los
chimangos son aves. Son uno de los pájaros más grandes que habitan La Pampa. En
La Pampa la poesía es la llanura. En La Pampa los grafitis se escriben con
pedazos de llanura, pensé y seguí caminando.
En un abrir y cerrar de ojos llegué a destino. La casa
no tenía timbre. Entonces di dos golpes con las manos y me pareció ver a
alguien que se movía adentro. Después escuché el ruido de las llaves y alguien
abrió la puerta. Pero no era Nahuel, sino Eva. La chica de los grafitis. La del
fuck you en pleno centro.
La saludé y le pedí disculpas por lo que le había
dicho en la calle. Ella me invitó a pasar. Su casa estaba cubierta de telas y
había cientos de aerosoles tirados arriba de los muebles. Los aerosoles eran de
todos colores y una gran cantidad de ellos eran dorados. Nosotras pasamos a un
patio de luz y ahí nos sentamos en dos sillones enfrentados. Eva trajo unas
monjitas y un par de toallas. Yo me puse a escurrir la ropa y le señalé los
aerosoles dorados. “Los meteoritos son dorados”, me dijo con la seguridad de un
astrónomo. Entonces le pregunté de dónde había sacado eso. Si los había visto
alguna vez. Ella lanzó una carcajada estruendosa. Se rió un rato largo. Se
abrazó a su panza, como si le doliera y me miró raro. Cuando se cansó se quedó
dormida.
Pasaron como dos horas. Yo me podría haber ido pero
necesitaba secarme un poco más y terminar la tercera cerveza. De pronto veo que
se empezó a mover como si hubiera entrado en una especie de trance. Balbuceó
algo que parecía ser un mensaje traído desde el más allá. Quizás esté hablando
del “significado del secreto oculto”, pensé y le puse el oído cerca de la boca.
Eva balbuceaba y yo no podía creer lo que estaba escuchando. “Yo soy la madre
de la poesía”, decía, “Yo soy la madre”.