12 sept 2016

La vuelta del perro

La subió al auto como todos los domingos y la llevó a pasear. Pero antes le puso su ropa de salir. Una blusa de seda estampada con dos lazos a la altura del cuello atados para armar un moño, una pollera larga hasta las rodillas y sus zapatos favoritos, los de ir a la Iglesia.
También se tomó un tiempo para peinarla. Armarle los rulos no era tarea sencilla. Tenía el pelo muy fino, gris y gastado, y el aparato eléctrico no hacía más que quemárselo cada vez que enrollaba un mechón alrededor de la pinza. En total contó setenta y dos rulos, y le dejó algunos mal hechos para darle volumen. El rocío fijador terminó de hacer el resto.
De fondo, uno de los periodistas de FM Hondonda narraba los detalles de la tragedia ocurrida a la madrugada. El hospital y la clínica estaban colapsados, una docena de pacientes habían tenido que ser trasladados a nosocomios de localidades vecinas y las salas funerarias ya no tenían lugar. Las personas se juntaban en las veredas a llorar, se abrazaban y lanzaban preguntas al aire del tipo: “¡¿por qué a mí?! O ¡¿Qué hice yo para merecer esto?!”. A Silvio Raúl no parecía interesarle lo ocurrido. Estaba ensimismado, abocado a la tarea de embellecer a su madre, doña Carmela María Espinosa de Vélez, quien parecía no haberse enterado de nada.
Una perla rodeada de brillantes adornaba cada lóbulo de sus flácidas orejas. La cadenita de oro blanco, que su esposo le había traído de Marsella en 1972, se asomaba por su garganta rugosa. Llevaba un colgante con la figura de un niño. El hijo único que había tenido con don Raúl Vélez, en la primavera de 1968.  En la mano izquierda, la alianza matrimonial, robusta, impoluta. En la derecha, el anillo de compromiso, un hilo de oro enrollado para formar la figura de dos cuernos. A doña Carmela María le gustaba lucir los tesoros que guardaba –adentro de una bolsa en algún lugar de la heladera- en cualquier ocasión que ella definiera como especial: la boda de algún sobrino nieto, el festejo del aniversario del Club Social, las cenas de reencuentro de ex alumnos o, simplemente, la misa de cada domingo.
La casa mantenía un orden extraño. Los platos estaban limpios, las camas tendidas, el baño en condiciones. Un álbum de fotos viejas tirado sobre el sillón del living rompía el delicado equilibrio. También los maquillajes desparramados sobre la mesa de la cocina y la buclera, que permanecía encendida. Si doña Carmela María se hubiera percatado de ese detalle, habría obligado a Silvio Raúl a desenchufarla para “no gastar luz de gusto”.
Nada se movía aparte de él. Los animales dormían sobre una manta sucia tirada en el medio del patio. Las persianas estaban bajas. Apenas unos rayos de luz dibujaban líneas paralelas sobre las hojas más grandes de las plantas. Los olores eran los mismos de siempre: tabaco armado, Heno de Pravia y café.
Después de pintarle los labios –“los labios son la última parte de la cara que se pinta”, decía siempre doña Carmela- fue hasta la pieza a buscar la cámara de fotos. A la cámara sólo le quedaban un par de disparos disponibles. Entonces debía ser muy preciso. Iluminar el espacio, acomodar a la modelo, destacar su perfil más amable.
Doña Carmela María Espinosa de Vélez había sido la directora de la Escuela. Medio pueblo la conocía y medio pueblo había sido alumno suyo.  Era meticulosa, limpia y refinada. Se había casado con don Raúl Adalberto Vélez cuando tenía diecisiete años. Como era menor de edad, sus padres tuvieron que firmarle un permiso. Eso era muy común en aquellas épocas. A los diecisiete se recibió de maestra. Sus años de pupila en el internado de Colonia Verde le habían valido el título al egresar del secundario. Desde entonces había ejercido la docencia hasta que, al cumplir cuarenta y tres, la nombraron directora de la Escuela Libertador San Martín, número cuarenta y tres. Doña Carmela no era supersticiosa pero las coincidencias le daban impresión. Lo mismo le sucedió cuando se dio cuenta de que el niño más problemático de la escuela se llamaba igual que su primogénito, o cuando notó -no sin espanto- que la amante de su esposo tenía la misma edad que ella al contraer el sagrado matrimonio.
Doña Carmela era una institución en sí misma. Sus reglas podían escribirse solas como grafitis dibujados con luz y cumplirse sin necesidad de que medie voluntad humana.
Silvio Raúl había despejado la mesa y había abierto las ventanas para que entrara más luz. Había movido la lente de la cámara, como si supiera el efecto que deseaba conseguir. Puso las manos de su madre sobre la mesa, una arriba de la otra, y le corrió el mentón hacia el costado. Tomó una foto. Dos fotos. Tres.
Después, y como si fuera un galán de telenovelas, llevó a su madre en alzas hasta la puerta del auto. Apoyó sus piernas flacas sobre el pasto apenas crecido y mientras la sostenía en uno de sus brazos, con el otro abrió la puerta. La acomodó en el interior. Le puso el cinturón de seguridad y le estiró la blusa para que no se arrugara. Encendió el motor del auto, el olor a nafta se mezcló con la fragancia a lavanda que desprendía el pinito colgado del espejo. Puso primera.
Silvio Raúl y su madre atravesaron la avenida principal del pueblo una y otra vez. De ida y de vuelta. Él le contó, a su manera, cómo había sido el tema del meteorito. “Una pelota gigantesca cayó del cielo”, le dijo. “El fuego destrozó todo y mató a mucha gente”.
Después prendió la radio para escuchar cómo iba el partido. Boca perdía frente a Racing. Cuando le hicieron el tercer gol paró el auto, se bajó y le empezó a dar patadas a la puerta y golpes de puño al techo. Se volvió a subir, la radio estaba a todo volumen, a juzgar por la alegría con la que el comentarista describía la hazaña del jugador que había metido un gol de tiro libre, cualquiera hubiera pensado que era fanático del equipo albiceleste. Silvio Raúl no podía más de la bronca. La agarró a Carmela de los hombros y la sacudió un poquito. Un par de rulos desarmados le cayeron por encima de los ojos.
De pronto algo potente iluminó la calle. A contraluz se dibujaron las siluetas de cinco hombres montados en cinco motocicletas. Cada moto parecía un barco. Eran cinco barcos que navegaban la llanura, sin conocerla.
Uno de ellos se acercó al auto y golpeó la ventanilla. Estaba anocheciendo, pero Silvio Raúl alcanzó a ver el anillo con forma de calavera que se acercaba al vidrio, la muñequera de cuero con tachas y el antebrazo más peludo del mundo. Entonces bajó la ventanilla y el volumen de la radio, y le preguntó qué quería.
- Hola loco, nos perdimos ¿Vos me podrías ayudar a encontrar la salida?
- De Hondonada nunca se sale, contestó Silvio Raúl.
Se hizo silencio. El motoquero se arrimó un poco más para ver si alguien adentro del auto podía ayudarlo pero solo encontró a una anciana con el pelo tirado sobre su frente, la cabeza algo ladeada y la mirada fija en algún punto de los faroles de las motos que estaban ubicadas en semicírculo, alrededor de ellos.
-Dejá, man, nosotros nos arreglamos. Gracias por nada, le dijo y dio media vuelta para encontrarse con su Harley. Antes de ponerse el casco, le hizo una seña con el dedo anular. “Ojalá no te pierdas nunca”, le gritó.
Los motoqueros empezaron a irse de a uno. Con la luz de la última moto Silvio Raúl se detuvo un instante a observar el rostro de su madre. Le revisó cada línea de la cara, los cachetes blanditos, los ojos fijos, la nariz tiesa, las manos juntas sobre la falda. Comenzó a sentir una especie de dolor inexplicable en el centro del pecho y de la garganta. Como si tuviera anginas pero más fuerte. Después subió el volumen de la radio. El partido había terminado y ya era hora de ir a misa. Arrancó. Dos perros le ladraron al auto durante media cuadra.
Estacionó frente a la iglesia. Una multitud se movía de acá para allá. Algunos religiosos se habían acercado a pedirle explicaciones a Dios, pero fue el cura quien acudió a sus reclamos divinos. Desde la vereda se escuchaban los gritos de los familiares. Los coches fúnebres pasaban de a uno. Dejaban a su paso pétalos de flores que se desprendían de las coronas. Hondonada olía a cementerio.
Silvio Raúl se bajó del auto y emprendió el camino hacia su casa. Tuvo ganas de largarse a llorar pero después se puso a hablar con la señora que atiende el kiosko de la esquina de la plaza y se olvidó.
Cerró todas las puertas y bajó las persianas. Les dejó agua y comida a los animales y los hizo entrar. Se asomó al garaje vacío y pensó en lo mucho que le gustaba el olor a nafta. Se preparó un té digestivo, llevó la tele a la pieza y se acostó.

Golpes en la puerta principal lo despertaron el lunes por la mañana. Eran el comisario Roldán y el cabo Perales que lo venían a buscar. “Tiene derecho a guardar silencio”, le dijeron y con algo de impericia le colocaron las esposas. Después lo metieron en el patrullero, le pusieron el cinturón y le acomodaron la ropa. En la radio, una de las sobrevivientes –la hija del medio de los dueños de la panificadora- leía un poema de su autoría:
“A los caídos en la Bomba Disco:
La muerte nos encontró aquel día
mientras bailábamos reggaetón.
Fuimos esa piedra en llamas que cayó del cielo
sin ninguna explicación.
Fuimos
olor a carne quemada y
desesperación.
Nadie ni nada curará esta herida,
un meteorito no tiene corazón”.
Silvio Raúl escuchaba atento mientras miraba por la ventanilla del móvil. Al pasar frente a la iglesia vio su propio auto cercado con cuatro conos anaranjados y las puertas selladas con papeles del poder judicial. Dos policías jóvenes custodiaban el vehículo. Las calles estaban prácticamente vacías y los pocos transeúntes que andaban por ahí se paraban para husmear y sacar sus propias conclusiones. También estaba el dueño de la radio. Llevaba una libreta y un grabador. Las ojeras le habían dibujado una cara nueva. Hacía tres días que no dormía. Nunca Hondonada había sido fuente de tantas noticias.

Ya en la comisaría, el cabo Perales le dijo que podía hacer una llamada telefónica y que pronto llegaría el “chico de Salerno”, para tomar su defensa de oficio. Él cantó un pedacito de un tema de Pimpinela que le gustaba a su madre, enérgico, entonado. Esperó que le abrieran la puerta y entonces les dijo, fuerte y claro, algo que había estado pensando a lo largo de las siete cuadras que separaban su casa de la institución policial: “No me pueden meter preso por llevar a pasear a mi madre un domingo”. Movió su cuerpo aún adormecido y se bajó.