La subió al auto como todos los
domingos y la llevó a pasear. Pero antes le puso su ropa de salir. Una blusa de
seda estampada con dos lazos a la altura del cuello atados para armar un moño,
una pollera larga hasta las rodillas y sus zapatos favoritos, los de ir a la
Iglesia.
También se tomó un tiempo para
peinarla. Armarle los rulos no era tarea sencilla. Tenía el pelo muy fino, gris
y gastado, y el aparato eléctrico no hacía más que quemárselo cada vez que
enrollaba un mechón alrededor de la pinza. En total contó setenta y dos rulos,
y le dejó algunos mal hechos para darle volumen. El rocío fijador terminó de
hacer el resto.
De fondo, uno de los periodistas
de FM Hondonda narraba los detalles de la tragedia ocurrida a la madrugada. El
hospital y la clínica estaban colapsados, una docena de pacientes habían tenido
que ser trasladados a nosocomios de localidades vecinas y las salas funerarias
ya no tenían lugar. Las personas se juntaban en las veredas a llorar, se
abrazaban y lanzaban preguntas al aire del tipo: “¡¿por qué a mí?! O ¡¿Qué hice
yo para merecer esto?!”. A Silvio Raúl no parecía interesarle lo ocurrido.
Estaba ensimismado, abocado a la tarea de embellecer a su madre, doña Carmela
María Espinosa de Vélez, quien parecía no haberse enterado de nada.
Una perla rodeada de brillantes
adornaba cada lóbulo de sus flácidas orejas. La cadenita de oro blanco, que su
esposo le había traído de Marsella en 1972, se asomaba por su garganta rugosa.
Llevaba un colgante con la figura de un niño. El hijo único que había tenido
con don Raúl Vélez, en la primavera de 1968.
En la mano izquierda, la alianza matrimonial, robusta, impoluta. En la
derecha, el anillo de compromiso, un hilo de oro enrollado para formar la
figura de dos cuernos. A doña Carmela María le gustaba lucir los tesoros que
guardaba –adentro de una bolsa en algún lugar de la heladera- en cualquier
ocasión que ella definiera como especial: la boda de algún sobrino nieto, el
festejo del aniversario del Club Social, las cenas de reencuentro de ex alumnos
o, simplemente, la misa de cada domingo.
La casa mantenía un orden extraño.
Los platos estaban limpios, las camas tendidas, el baño en condiciones. Un
álbum de fotos viejas tirado sobre el sillón del living rompía el delicado
equilibrio. También los maquillajes desparramados sobre la mesa de la cocina y
la buclera, que permanecía encendida. Si doña Carmela María se hubiera
percatado de ese detalle, habría obligado a Silvio Raúl a desenchufarla para
“no gastar luz de gusto”.
Nada se movía aparte de él. Los animales
dormían sobre una manta sucia tirada en el medio del patio. Las persianas
estaban bajas. Apenas unos rayos de luz dibujaban líneas paralelas sobre las
hojas más grandes de las plantas. Los olores eran los mismos de siempre: tabaco
armado, Heno de Pravia y café.
Después de pintarle los labios
–“los labios son la última parte de la cara que se pinta”, decía siempre doña
Carmela- fue hasta la pieza a buscar la cámara de fotos. A la cámara sólo le
quedaban un par de disparos disponibles. Entonces debía ser muy preciso.
Iluminar el espacio, acomodar a la modelo, destacar su perfil más amable.
Doña Carmela María Espinosa de
Vélez había sido la directora de la Escuela. Medio pueblo la conocía y medio
pueblo había sido alumno suyo. Era
meticulosa, limpia y refinada. Se había casado con don Raúl Adalberto Vélez
cuando tenía diecisiete años. Como era menor de edad, sus padres tuvieron que
firmarle un permiso. Eso era muy común en aquellas épocas. A los diecisiete se
recibió de maestra. Sus años de pupila en el internado de Colonia Verde le
habían valido el título al egresar del secundario. Desde entonces había
ejercido la docencia hasta que, al cumplir cuarenta y tres, la nombraron
directora de la Escuela Libertador San Martín, número cuarenta y tres. Doña Carmela
no era supersticiosa pero las coincidencias le daban impresión. Lo mismo le
sucedió cuando se dio cuenta de que el niño más problemático de la escuela se
llamaba igual que su primogénito, o cuando notó -no sin espanto- que la amante
de su esposo tenía la misma edad que ella al contraer el sagrado matrimonio.
Doña Carmela era una institución
en sí misma. Sus reglas podían escribirse solas como grafitis dibujados con luz
y cumplirse sin necesidad de que medie voluntad humana.
Silvio Raúl había despejado la
mesa y había abierto las ventanas para que entrara más luz. Había movido la
lente de la cámara, como si supiera el efecto que deseaba conseguir. Puso las
manos de su madre sobre la mesa, una arriba de la otra, y le corrió el mentón
hacia el costado. Tomó una foto. Dos fotos. Tres.
Después, y como si fuera un galán
de telenovelas, llevó a su madre en alzas hasta la puerta del auto. Apoyó sus
piernas flacas sobre el pasto apenas crecido y mientras la sostenía en uno de
sus brazos, con el otro abrió la puerta. La acomodó en el interior. Le puso el
cinturón de seguridad y le estiró la blusa para que no se arrugara. Encendió el
motor del auto, el olor a nafta se mezcló con la fragancia a lavanda que
desprendía el pinito colgado del espejo. Puso primera.
Silvio Raúl y su madre atravesaron
la avenida principal del pueblo una y otra vez. De ida y de vuelta. Él le
contó, a su manera, cómo había sido el tema del meteorito. “Una pelota
gigantesca cayó del cielo”, le dijo. “El fuego destrozó todo y mató a mucha gente”.
Después prendió la radio para
escuchar cómo iba el partido. Boca perdía frente a Racing. Cuando le hicieron
el tercer gol paró el auto, se bajó y le empezó a dar patadas a la puerta y
golpes de puño al techo. Se volvió a subir, la radio estaba a todo volumen, a
juzgar por la alegría con la que el comentarista describía la hazaña del
jugador que había metido un gol de tiro libre, cualquiera hubiera pensado que
era fanático del equipo albiceleste. Silvio Raúl no podía más de la bronca. La
agarró a Carmela de los hombros y la sacudió un poquito. Un par de rulos
desarmados le cayeron por encima de los ojos.
De pronto algo potente iluminó la
calle. A contraluz se dibujaron las siluetas de cinco hombres montados en cinco
motocicletas. Cada moto parecía un barco. Eran cinco barcos que navegaban la
llanura, sin conocerla.
Uno de ellos se acercó al auto y
golpeó la ventanilla. Estaba anocheciendo, pero Silvio Raúl alcanzó a ver el
anillo con forma de calavera que se acercaba al vidrio, la muñequera de cuero
con tachas y el antebrazo más peludo del mundo. Entonces bajó la ventanilla y
el volumen de la radio, y le preguntó qué quería.
- Hola loco, nos perdimos ¿Vos me
podrías ayudar a encontrar la salida?
- De Hondonada nunca se sale, contestó
Silvio Raúl.
Se hizo silencio. El motoquero se
arrimó un poco más para ver si alguien adentro del auto podía ayudarlo pero
solo encontró a una anciana con el pelo tirado sobre su frente, la cabeza algo
ladeada y la mirada fija en algún punto de los faroles de las motos que estaban
ubicadas en semicírculo, alrededor de ellos.
-Dejá, man, nosotros nos
arreglamos. Gracias por nada, le dijo y dio media vuelta para encontrarse con
su Harley. Antes de ponerse el casco, le hizo una seña con el dedo anular.
“Ojalá no te pierdas nunca”, le gritó.
Los motoqueros empezaron a irse de
a uno. Con la luz de la última moto Silvio Raúl se detuvo un instante a
observar el rostro de su madre. Le revisó cada línea de la cara, los cachetes
blanditos, los ojos fijos, la nariz tiesa, las manos juntas sobre la falda.
Comenzó a sentir una especie de dolor inexplicable en el centro del pecho y de
la garganta. Como si tuviera anginas pero más fuerte. Después subió el volumen
de la radio. El partido había terminado y ya era hora de ir a misa. Arrancó. Dos
perros le ladraron al auto durante media cuadra.
Estacionó frente a la iglesia. Una
multitud se movía de acá para allá. Algunos religiosos se habían acercado a
pedirle explicaciones a Dios, pero fue el cura quien acudió a sus reclamos
divinos. Desde la vereda
se escuchaban los gritos de los familiares. Los coches fúnebres pasaban de a
uno. Dejaban a su paso pétalos de flores que se desprendían de las coronas.
Hondonada olía a cementerio.
Silvio Raúl se bajó del auto y
emprendió el camino hacia su casa. Tuvo ganas de largarse a llorar pero después
se puso a hablar con la señora que atiende el kiosko de la esquina de la plaza
y se olvidó.
Cerró todas las puertas y bajó las
persianas. Les dejó agua y comida a los animales y los hizo entrar. Se asomó al
garaje vacío y pensó en lo mucho que le gustaba el olor a nafta. Se preparó un
té digestivo, llevó la tele a la pieza y se acostó.
Golpes en la puerta principal lo
despertaron el lunes por la mañana. Eran el comisario Roldán y el cabo Perales
que lo venían a buscar. “Tiene derecho a guardar silencio”, le dijeron y con
algo de impericia le colocaron las esposas. Después lo metieron en el patrullero,
le pusieron el cinturón y le acomodaron la ropa. En la radio, una de las
sobrevivientes –la hija del medio de los dueños de la panificadora- leía un
poema de su autoría:
“A los caídos en la Bomba Disco:
La muerte nos encontró aquel día
mientras bailábamos reggaetón.
Fuimos esa piedra en llamas que cayó del cielo
sin ninguna explicación.
Fuimos
olor a carne quemada y
desesperación.
Nadie ni nada curará esta herida,
un meteorito no tiene corazón”.
Silvio Raúl escuchaba atento
mientras miraba por la ventanilla del móvil. Al pasar frente a la iglesia vio
su propio auto cercado con cuatro conos anaranjados y las puertas selladas con
papeles del poder judicial. Dos policías jóvenes custodiaban el vehículo. Las
calles estaban prácticamente vacías y los pocos transeúntes que andaban por ahí
se paraban para husmear y sacar sus propias conclusiones. También estaba el
dueño de la radio. Llevaba una libreta y un grabador. Las ojeras le habían
dibujado una cara nueva. Hacía tres días que no dormía. Nunca Hondonada había
sido fuente de tantas noticias.
Ya en la comisaría, el cabo
Perales le dijo que podía hacer una llamada telefónica y que pronto llegaría el
“chico de Salerno”, para tomar su defensa de oficio. Él cantó un pedacito de un
tema de Pimpinela que le gustaba a su madre, enérgico, entonado. Esperó que le
abrieran la puerta y entonces les dijo, fuerte y claro, algo que había estado
pensando a lo largo de las siete cuadras que separaban su casa de la
institución policial: “No me pueden meter preso por llevar a pasear a mi madre
un domingo”. Movió su cuerpo aún adormecido y se bajó.
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