14 ago 2011

Belle Epoque






02:45 a.m.
Vamos a dar una vuelta, decís y
antes de salir un tipo le
da un empujón a la chica más linda.
Le pregunta si se siente especial y
ella no contesta,
se ríe fuerte.

¿Son sus dientes los que brillan
o las chispas de los encendedores?

Los más chicos se van para allá,
hacen grupito.



00:37 a.m.
El Sr. Sound baila y
yo me rio de contenta
re fuerte
chateo con una amiga
ella dice que quiere un
novio que le baile
y la haga reír de
contenta

yo me muevo en la silla que gira y
se sube y se baja sola
soy una cantante punk en pleno show
escribo un poema y
saludo a Elisa, pongo que
me gusta la foto de
Nati Nin

el Sr. Sound baila y nos
olvidamos de todo

los únicos instrumentos que suenan
salen por esas cajas
yo escribo una poesía
soy una cantante en pleno show
digo por chat que ese novio ya viene
que está llegando



05:15 a.m.
Quiero escribir ese poema. El que dice que leés a Carver cuando
vas al baño y
después me contás todo, a
excepción de los detalles.



04:01 a.m.
El pibe que saca fotos cree que somos hermanos.
Está por disparar.

Me gustaría saber adónde muere la música te digo pero
vos no querés más preguntas.

Levantás la mano para tapar la cámara,
parecés un rockstar.


20:17 p.m.
Me pasé la tarde leyendo epitafios.


07:30 a.m.
Soñé que aprendía a tocar una guitarra.
Era la guitarra del Sr. Sound, esa que tiene
fondo negro y rayos de colores brillantes
por todas partes.
Nada era fácil en mi sueño, no era
como esas veces en las que uno simplemente vuela o
salva a una población de una
epidemia de hammsters.
Soñé que tocaba una guitarra
-la guitarra del Sr. Sound- y que
 me costaba aprender. 

Esta noche intentaré soñar que practico
los ejercicios cromáticos:
1, 2, 3, 4 ó
1, 3, 2, 4 ó
4, 3, 2, 1
Si veo que no me salen voy a escribir un poema.
Un poema sobre una mujer que nunca aprendió a tocar la guitarra o
un poema sobre una guitarra que no
quiere que la toquen mal. 

Voy a escribir un poema sobre una guitarra. 
Espero que no se entere el Sr. Sound.


16:30
Cuando no estás
me gusta dormir de tu lado de la cama,
usar tu bata después de bañarme,
sacar lo que queda de talco en tus zapatillas para
ponerlo en las mías.


00:01
Quiero ese poema.

12 ago 2011

Fan de Lennon


“Me pregunto en qué momento
los dinosaurios sintieron
que algo andaba mal”.
Fabián Casas



Me acuerdo de haber viajado mucho. Son casi los únicos recuerdos de familia que tengo. Cuatro personas en un auto. Cuatro personas y un cassete. Me acuerdo de que mi padre se sabía todos los temas de memoria. Mi padre, que nunca supo inglés, cantaba todos los temas de memoria porque no soportaba “no entender” lo que le “querían decir”. Como si hubiera alguien, tal vez un malvado, que le quisiera inculcar alguna una idea. “Así es como te dominan”, decía, y ponía un cambio. Yo no entendía muy bien de qué venía eso de la dominación pero sí captaba que era algo malo, una fuerza extraña que querría apropiarse de nuestras palabras, un monstruo que seguro hablaba en inglés y era rojo y azul, y nos hacía menos libres; en fin, algo que no podía ser.
Si tuviera que pensar en un momento familiar, pues sería arriba del auto. De viaje a Quetrequén, a Huinca o a La Plata. Vacas. Vacas. Vacas. Pasto. Caballos. Pasto. Un tambo. Dos estancias. 5 viveros. Vacas. Tranqueras, muchas tranqueras y muchos alambres. Alambres de púas. Lagunas, varias. Y cerrar la ventana por el olor a zorrinos. Y esquivar una liebre, y agarrarse del parabrisas para menguar el impacto de una paloma. Y los Beatles, y Pink Floyd, y la Orquesta Sinfónica de Londres.
El folcklore de los viajes eran las peleas con mi hermana Brenda. Entonces mi padre había implementado una serie de estrategias para que a ellos, los adultos, se les hiciera menos denso el camino. Una vez, por ejemplo, viajábamos a llevar unas ruedas de auto de competición. Las ruedas eran gordas, como de medio metro de ancho, con pelitos y puntas en la superficie para agarrar mejor la pista. Como Brenda me peleaba y me decía “pendejita” a cada rato, mi padre optó por separarnos con una de las ruedas, así ni nos veíamos. El olor a caucho era insoportable.
Otra vez, ya habíamos pasado Luján, y como nosotras nos empezamos a agarrar de los pelos, él nos bajó en mitad de la ruta. (Nos amenazó 3 veces y a la cuarta nos bajó). Y arrancó. Hizo un par de kilómetros y después volvió. Brenda pensaba que nos había abandonado, en medio de la llanura más inmensa, y se largó a llorar. Yo le decía que no pasaba nada, que no nos iba a dejar.
Las ruedas de competición eran del auto de carreras de mi padrino. “Es el mejor piloto de su generación”, decía mi padre, y tuvo la desgracia de salir siempre segundo. Corría en esas katangas chatas y bajas, parecidas a las de fórmula 1. Una vez, en Pico, él estaba por ganar la carrera que lo consagraría campeón de su Fórmula. Habíamos ido todos. Mi abuela, a cada rato, le decía: “Waltito ganá la carrera pero andá despacio”. A Brenda y a mí nos daba mucha gracia esa frase, pero entendíamos que para ella la velocidad podía llegar a ser algo muy peligroso. 
Al momento de la carrera, mi padre se fue a boxes a tomar los tiempos y mi madre se quedó cuidándonos. Mi padrino venía ganando y le llevaba una vuelta de ventaja al segundo. Era imposible que no ganara. Era imposible que no saliera campeón. De pronto, nadie entendió bien qué pasó, un tipo de jeans ajustados y gorra con visera, empezó a agitar una bandera a cuadros cuando todavía faltaban 2 vueltas para que terminara la competencia. Mi padrino, que había perdido la cuenta y se dio por vencedor, menguó la marcha al pasar la línea de largada. Nosotros, que no veíamos al tipo, pensamos que había abandonado o, que quizás, el motor tendría alguna falla. De repente apareció mi padre, corriendo exaltado y le dijo a mi madre que nos sacaran a todos de ahí, “urgente”. Asomadas atrás de una F100 pudimos ver cómo otros hombres de bigotes y jeans ajustados aparecían entre el polvo de sus propias corridas, con palos y gatos hidráulicos para atacarnos. Si mi padrino retomaba la carrera, a nosotras -sus sobrinas- nos iba “a pasar algo”. Un momento de máxima tensión.
Mi padrino terminó saliendo segundo en la carrera y segundo en el campeonato. Unas semanas más tarde, los familiares y amigos le hicieron una cena para agasajarlo y mi padre le dibujó una katanga con unos laureles por detrás y un diploma imaginario que lo nombraba “campeón moral”. “Salir segundo es una mierda”, le dijo mi padrino, mientras abollaba la cartulina con las dos manos.


La mañana en que mi padre se accidentó por primera vez coincidió con el día posterior a mi cumpleaños número 6. Y, desde entonces, ver a mi madre con su guardapolvo verde cruzar el patio cubierto de la Escuela era, definitivamente, presagio de malas nuevas. Ella, toda lánguida y hermosa, andaba rápido por los mosaicos encerados como si fuera un fantasma de sábana verde y, cuando me sacaban del aula, antes de decir nada sonreía y después: “No te asustes”, y ahí venía lo peor.
De las cuatro veces que me buscó, tres fueron muertes y una un accidente. Resulta que, después de dejarme en la puerta de la escuela, mi padre tuvo su primer ataque de epilepsia y chocó contra un poste de luz de cemento, a dos cuadras de ahí. El lugar del choque era un descampado donde los chicos jugaban fulbito y las chicas se pavoneaban durante los partidos, pensando que alguno las iba a registrar. Como eran las 8 de la mañana, de un lunes de marzo, no hubo que lamentar otros heridos. “Viste que en el campito a esa hora no anda ni el gato”, dijo uno de los bomberos que ayudó a sacarlo del auto.
Mi padre, de 33 años, había convulsionado solo, subido a un auto que se aceleró, también solo, y se descontroló hasta dar con ese poste. “33, ¡la edad de Cristo!”, gritaba mi abuela por teléfono, como si pensara que mi padre iba a morirse y a  resucitar, o algo por el estilo.
Quienes lo socorrieron vieron espuma blanca caérsele por la boca toda mordida, a causa de los espasmos. El auto, del lado del acompañante, había quedado totalmente destrozado. “Me salvé porque iba manejando; que si no, no cuento el cuento”, dijo mi padre cuando recuperó la conciencia.
Me acuerdo de que esa mañana me quedé en la vereda, mirando cómo el auto avanzaba sobre las calles hasta que, de un grito, la maestra me llamó adentro. Algo había ese día, demasiado brillo, demasiado calor, humedad, o algo habría en los ojos de mi padre que me dejaron pensando, en la puerta de la escuela, sin poder entrar. Me acuerdo, también, que no podía entender bien qué significaban las palabras: “epilepsia tardía” y “convulsionar”, pero me hacían pensar en 10 lavarropas juntos, moviendo sus tambores de un lado a otro, agitándose para centrifugar, haciendo sentir sus quejidos por todas partes.
Del paso por la clínica me quedó impregnado el olor. No podía entender cómo en ese lugar donde se cura a las personas, todas las cosas olieran a muertos.
- “No te preocupes. Peor es el olor de la sopa que me obligan a tomar”, dijo mi padre con dolor en la boca.
Esa tarde, la habitación se llenó de gente y yo me quedé afuera en una banqueta con forro de cuerina que hacía ruido escatológico cada vez que alguien se sentaba. Me puse a pensar en lo mucho que me hubiera gustado estar en el auto en el momento del accidente. Imaginé a mi padre envuelto en una sábana verde, corriendo en su R12, también verde, por las calles anchas y llenas de piedritas. Escuché el ruido mecánico de la cassettera al darle play y “Lucy In The Sky With Diamonds” seguida de “Jealous Guy”, y también los gritos de la abuela diciendo cosas ininteligibles desde la vereda. Éramos dos pilotos corriendo a toda velocidad y nadie flameaba una bandera a cuadros. Corríamos envueltos en una sábana verde con olor a muertos. Cuando mi padre empezó a convulsionar yo me agarré del volante, estiré las piernas hasta tocar los pedales y aprendí a manejar en un segundo. Miré para todos lados y no había un poste de cemento. Hicimos 5 cuadras. Cuando se calmó le dije: “Papá, no vamos a chocar. Te lo prometo”.