8 sept 2014

El peso del agua

Ayer desayunaste con Ben en la playa. Pero antes te obligaron a darte una ducha y a usar un vestido de chica linda. Ellos te estaban mirando sin pudor pero a vos no te importó. Es que con tanto desastre habías olvidado lo bien que se siente la espuma en el pelo, el olor a cuerpo limpio.
Después te llevaron esposada a esa especie de bar que montaron sobre la arena más blanca del mundo. Una mesa y dos sillas, y un cuadrilátero unido por telas atadas a unos palos, eran el escenario ideal. Sobre la mesa había un plato lleno de frutillas que sobresalían por su color. Eran tan perfectas que parecían hablarte. Vos te metiste la frutilla más grande en el centro de la boca. Ben te miraba muy fijo y cada tanto tomaba aire como para decir algo, pero no lo hacía. La frutilla era muy dulce y tenía el mismo perfume que las plasticolas con pececitos que usabas en el primario. El reflejo del sol sobre el mar te ponía china. Vos comías, como siempre, con la boca abierta, y eso era una especie de rebeldía que habías adquirido por culpa de tu mamá. Por culpa de los modales de tu mamá. Todavía tenías la boca llena cuando le preguntaste al hombre bajito con los ojos saltones –o sea a Ben- por qué te hacía semejante agasajo. “Ese desayuno será lo único bueno que tengas en mucho tiempo”, dijo, “preparate para lo peor”. Vos te quedaste mirando más allá de su hombro, como esperando que pase algo, pero la secuencia continuaba a un pulso que no comprendías y no había más frutillas en el plato. Entonces el  hombre de la barba falsa te vino a buscar y te llevó a la jaula de los osos polares.
La jaula era enorme. Un fino esmalte color verde agua cubría los barrotes anchos y el piso estaba lleno de bosta. Vos empezaste a caminar de un lado a otro, mientras pateabas los restos de galletas con forma de pescado que expendía una especie de máquina que no sabías usar y, de pronto, te acordaste de la lluvia. De la fuerza inmensa con la que solía caer ahí. De su intempestiva manera de irse. Todo muy rápido, pensaste. Llueve rápido y deja de llover rápido. El agua cae como si, de golpe, el océano trocara posición con el cielo. Cae con el peso del océano sobre las cabezas y después se va. Se desmaterializa. Te acordaste de que también llovía aquella tarde en la que se toparon con el oso polar en el medio de la selva y, también, cuando veían los videos de “Introducción a la tareas” en la escotilla de John. Te diste cuenta de que la lluvia se aparecía para  anticipar cada cambio, cada nueva forma que iban cobrando la isla, los animales y los humanos.  
Después apareció una chica. Una adolescente. Tenía el pelo muy negro y los ojos muy claros. Su nariz era fina, larga, y su boca interminable. Estaba asustada. Asustada y triste. Te dijo que el vestido que tenías puesto era de ella y después te preguntó si habías visto a su novio. Le dijiste que no. Que sólo habías visto a Ben y al hombre con la barba falsa. Le preguntaste si conocía alguna manera de escapar. Ella miró para arriba. Te señaló un hueco en el extremo derecho de la jaula. Un espacio por el que pasabas perfectamente. Trepaste muy fácil, pero cuando quisiste traspasar la reja una descarga eléctrica te tiró al piso. Quedaste inconsciente un rato largo. Llovió fuerte. Paró de llover. Te despertaste. Tenías hambre. Te acordaste de las frutillas. Te miraste el vestido ahora todo cubierto de bosta. Quisiste llorar pero no se te cayó ni una lágrima. Agradeciste que no hiciera frío y que la descarga hubiera seguido su rumbo bajo la tierra. Agradeciste que estuvieras viva. Por lo menos eso, pensaste. Después te pusiste a gritar sin motivo aparente y después te quedaste callada. Te diste cuenta de que estabas haciendo algo muy importante: esperar.
De pronto, empezaste a mirarte las manos llenas de tierra, los nudillos abultados de venas, las uñas largas, las piernas que se erguían por debajo de la falda, un mechón de pelo castaño y ondulado que caía sobre tu hombro mugriento. Y todo era raro. Inclusive esa cosa brillante que se apareció, como por arte de magia, entre las cosas de los osos. Era un trozo de espejo y cabía parte de tu cara ahí, y entonces decidiste inspeccionarte. La nariz y los cachetes estaban muy rojos. Tus labios secos. Algunas ramitas permanecían pegadas a tu sien por efecto de la humedad. Y hubieras jurado que tus ojos siempre habían sido negros, pero eran del color del agua los que devolvían el reflejo. Entonces volviste a probar. Y nada. ¿Acaso ese no era tu cuerpo? ¿Adónde estabas? ¿Eran rugidos de osos los que se oían a lo lejos?

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