24 dic 2014

Yo soy la madre de la poesía

Hoy tuve que venir caminando. Pasa que cortaron la General Paz por la marcha. Yo justo salí más temprano para pasar por el cajero. Es que ayer vino el tipo que nos hizo la instalación trucha del cable a cobrar su cometa y no teníamos ni un peso.
Salí de casa rápido para que no me siga el gato. Cerré la puerta con dificultad y emprendí mi camino cuesta abajo hacia el centro. Iba cruzando el río cuando se me aparecieron, todas juntas, una serie de frases que se me habían venido repitiendo, insistentes, en los últimos 5 días. Mi lista mental se escribía sola mientras un par de tipos que corrían me cruzaban de frente.
“Yo soy la madre de la poesía”
“Vos también sos toda esa oscuridad”
 “El yo no muere nunca”
“Tenemos que dejar de pelearnos como si fuéramos hermanas”
“Cuando me desperté estaba muerto”
“Síndrome del ojo seco”
Esas eran las frases. Se relacionaban entre sí de una manera muy extraña. Se ubicaban una debajo de la otra como si quisieran armar una especie de poema. Un poema que no quería escribir pero me gobernaba. Se alargaba con cada paso, se extendía su tinta invisible en esa hoja de sangre y neuronas que era mi cabeza, cada vez más confundida.
Entonces me largué a llorar y se me hacía tarde. Le lloré al hombre que estaba por entrar al cajero antes que yo. Le lloré a otro señor que venía cantando fuerte. Le lloré a un policía al que le pregunté a dónde estaba la parada del bondi y no sabía. “Vos también sos toda esa oscuridad”, le dije. Y el uniformado, que hablaba por celular con la que –supuse- era su chica, me dijo que no sabía. Me sacó de encima.
Seguí caminando porque la marcha y la calle cortada. Y entonces empecé a sentir cómo me iba inundando de a poco. Sólo eran lágrimas, mocos y transpiración. Una bola de agua que caminaba por entre las demás personas. Una mujer con una nube adentro. 
En Tucumán paré en un kiosco para comprar pañuelos descartables.  La vendedora se estaba haciendo la linda con un muchacho muy flaco. El chico le respondía el cortejo. Yo estaba toda mojada. De golpe me acordé de esa vez en la que se me habían secado todas las lágrimas. La chica me preguntó qué iba a llevar. “Síndrome del ojo seco”, le dije. Y le lloré en la cara. Lo hice, como si nada, frente al chico que ella quería conquistar. Le di un billete de 5 y ella me devolvió un peso. Dos pesos por ojo, pensé. Después mire la hora en el teléfono. Ya era tarde. Y yo odio llegar tarde.
Caminé más rápido. Las zapatillas me empezaron a hacer doler. El poema se seguía escribiendo solo. “Yo soy la madre de la poesía”, se autoescribía. Entonces me enojé y le contesté: Yo soy la chica que admira a los chimangos. Y entonces el poema se quedó callado un rato. Yo soy la chica que se chocó un árbol la primera vez que anduvo en bicicleta por culpa de los chimangos, seguí. Yo me choqué un árbol por andar mirando para arriba. Estaba en el vivero de Maisonave. ¿Alguien se acuerda del vivero de Maisonave? Ahí aprendí a andar en bicicleta. La bicicleta era amarilla. El árbol era un eucaliptus y me lo choqué de frente, obnubilada por un pájaro inmenso. Después, eso de chocar de frente con las cosas se me hizo costumbre. Una vez, en el vivero, me caí de la cucheta y me partí la boca. En un momento tuve que asumir que me había crecido una boca nueva. Una boca adentro de la boca. Una trampa para las palabras.
“Cuando me desperté estaba muerto”, continuó el poema. Yo quise hacer de cuenta que no me importaba pero siguió: “El yo no muere nunca”, dijo. Yo apuraba el paso. En un momento sentí que la gente había dejado de mirarme. Eso me alivió un poco, pero seguía preocupaba porque estaba llegando tarde.
En Bulevar y Cañada medio que me perdí. Le pregunté a una chica cómo hacía para llegar y ella me indicó, haciendo muchos ademanes. Cuando le quise agradecer le dije: “Tenemos que dejar de pelearnos como si fuéramos hermanas”. La chica me hizo un fuck you y me dijo que si quería llegar tenía que ir leyendo los mensajes en los muros. Que ahí se revelaba “el significado del secreto oculto”.
En efecto, había grafitis por todos lados. Algunos con frases rockeras, otros con dibujos increíbles, otros con unas letras espectaculares que no se entendían pero eran hermosas.
La chica se llamaba Eva. Esa era la firma de todos los grafitis, el único texto que se repetía. Eva al revés es ave, pensé. Y los chimangos son aves. Son uno de los pájaros más grandes que habitan La Pampa. En La Pampa la poesía es la llanura. En La Pampa los grafitis se escriben con pedazos de llanura, pensé y seguí caminando.

En un abrir y cerrar de ojos llegué a destino. La casa no tenía timbre. Entonces di dos golpes con las manos y me pareció ver a alguien que se movía adentro. Después escuché el ruido de las llaves y alguien abrió la puerta. Pero no era Nahuel, sino Eva. La chica de los grafitis. La del fuck you en pleno centro.
La saludé y le pedí disculpas por lo que le había dicho en la calle. Ella me invitó a pasar. Su casa estaba cubierta de telas y había cientos de aerosoles tirados arriba de los muebles. Los aerosoles eran de todos colores y una gran cantidad de ellos eran dorados. Nosotras pasamos a un patio de luz y ahí nos sentamos en dos sillones enfrentados. Eva trajo unas monjitas y un par de toallas. Yo me puse a escurrir la ropa y le señalé los aerosoles dorados. “Los meteoritos son dorados”, me dijo con la seguridad de un astrónomo. Entonces le pregunté de dónde había sacado eso. Si los había visto alguna vez. Ella lanzó una carcajada estruendosa. Se rió un rato largo. Se abrazó a su panza, como si le doliera y me miró raro. Cuando se cansó se quedó dormida.

Pasaron como dos horas. Yo me podría haber ido pero necesitaba secarme un poco más y terminar la tercera cerveza. De pronto veo que se empezó a mover como si hubiera entrado en una especie de trance. Balbuceó algo que parecía ser un mensaje traído desde el más allá. Quizás esté hablando del “significado del secreto oculto”, pensé y le puse el oído cerca de la boca. Eva balbuceaba y yo no podía creer lo que estaba escuchando. “Yo soy la madre de la poesía”, decía, “Yo soy la madre”.

12 sept 2014

salir a asustar

con mi tío nos dábamos maza escuchando Soda. lo digo porque estuve viendo unos recitales y, de golpe, me vi en el departamento de La Plata, escuchando unos cassettes que eran grabados, cuyas tapas estaban diseñadas por él mismo con Letraset. mi tío es Bioquímico pero siempre pensé que bien podría haber sido Diseñador Gráfico. el vecino de la esquina de La Plata, el hermano de Eugenia -la mejor amiga de mi hermana- sí era Diseñador Gráfico. en esa época todo se hacía a mano. una vez le regaló un retrato de Lennon a mi viejo, hecho con grafito. mi viejo conservó el dibujo entre dos vidrios y lo colgó en el living de casa. la casa era medio hippie. en el living convivían el retrato de Lennon con un poster con la cara de Freud y un dibujo de un culo con un candado (que también había hecho mi tío y que había copiado de una revista). en fin, los auriculares eran blancos y chatos. yo escuchaba la música que él seleccionaba para mi mientras estudiaba. así pasábamos las horas. también recuerdo que solía jugar con la parva de cintas de los cassettes desechados. pelucas, porras y trenzas surgían de ahí. el olor de las cintas era muy fuerte. el pasillo era muy largo. las plantas chorreaban leche. los zapatos llevaban unas chapitas por encima de los dedos. los pantalones eran pizandos. estábamos anclados en 1990. salíamos en un jeep a tirar bombitas.

8 sept 2014

El peso del agua

Ayer desayunaste con Ben en la playa. Pero antes te obligaron a darte una ducha y a usar un vestido de chica linda. Ellos te estaban mirando sin pudor pero a vos no te importó. Es que con tanto desastre habías olvidado lo bien que se siente la espuma en el pelo, el olor a cuerpo limpio.
Después te llevaron esposada a esa especie de bar que montaron sobre la arena más blanca del mundo. Una mesa y dos sillas, y un cuadrilátero unido por telas atadas a unos palos, eran el escenario ideal. Sobre la mesa había un plato lleno de frutillas que sobresalían por su color. Eran tan perfectas que parecían hablarte. Vos te metiste la frutilla más grande en el centro de la boca. Ben te miraba muy fijo y cada tanto tomaba aire como para decir algo, pero no lo hacía. La frutilla era muy dulce y tenía el mismo perfume que las plasticolas con pececitos que usabas en el primario. El reflejo del sol sobre el mar te ponía china. Vos comías, como siempre, con la boca abierta, y eso era una especie de rebeldía que habías adquirido por culpa de tu mamá. Por culpa de los modales de tu mamá. Todavía tenías la boca llena cuando le preguntaste al hombre bajito con los ojos saltones –o sea a Ben- por qué te hacía semejante agasajo. “Ese desayuno será lo único bueno que tengas en mucho tiempo”, dijo, “preparate para lo peor”. Vos te quedaste mirando más allá de su hombro, como esperando que pase algo, pero la secuencia continuaba a un pulso que no comprendías y no había más frutillas en el plato. Entonces el  hombre de la barba falsa te vino a buscar y te llevó a la jaula de los osos polares.
La jaula era enorme. Un fino esmalte color verde agua cubría los barrotes anchos y el piso estaba lleno de bosta. Vos empezaste a caminar de un lado a otro, mientras pateabas los restos de galletas con forma de pescado que expendía una especie de máquina que no sabías usar y, de pronto, te acordaste de la lluvia. De la fuerza inmensa con la que solía caer ahí. De su intempestiva manera de irse. Todo muy rápido, pensaste. Llueve rápido y deja de llover rápido. El agua cae como si, de golpe, el océano trocara posición con el cielo. Cae con el peso del océano sobre las cabezas y después se va. Se desmaterializa. Te acordaste de que también llovía aquella tarde en la que se toparon con el oso polar en el medio de la selva y, también, cuando veían los videos de “Introducción a la tareas” en la escotilla de John. Te diste cuenta de que la lluvia se aparecía para  anticipar cada cambio, cada nueva forma que iban cobrando la isla, los animales y los humanos.  
Después apareció una chica. Una adolescente. Tenía el pelo muy negro y los ojos muy claros. Su nariz era fina, larga, y su boca interminable. Estaba asustada. Asustada y triste. Te dijo que el vestido que tenías puesto era de ella y después te preguntó si habías visto a su novio. Le dijiste que no. Que sólo habías visto a Ben y al hombre con la barba falsa. Le preguntaste si conocía alguna manera de escapar. Ella miró para arriba. Te señaló un hueco en el extremo derecho de la jaula. Un espacio por el que pasabas perfectamente. Trepaste muy fácil, pero cuando quisiste traspasar la reja una descarga eléctrica te tiró al piso. Quedaste inconsciente un rato largo. Llovió fuerte. Paró de llover. Te despertaste. Tenías hambre. Te acordaste de las frutillas. Te miraste el vestido ahora todo cubierto de bosta. Quisiste llorar pero no se te cayó ni una lágrima. Agradeciste que no hiciera frío y que la descarga hubiera seguido su rumbo bajo la tierra. Agradeciste que estuvieras viva. Por lo menos eso, pensaste. Después te pusiste a gritar sin motivo aparente y después te quedaste callada. Te diste cuenta de que estabas haciendo algo muy importante: esperar.
De pronto, empezaste a mirarte las manos llenas de tierra, los nudillos abultados de venas, las uñas largas, las piernas que se erguían por debajo de la falda, un mechón de pelo castaño y ondulado que caía sobre tu hombro mugriento. Y todo era raro. Inclusive esa cosa brillante que se apareció, como por arte de magia, entre las cosas de los osos. Era un trozo de espejo y cabía parte de tu cara ahí, y entonces decidiste inspeccionarte. La nariz y los cachetes estaban muy rojos. Tus labios secos. Algunas ramitas permanecían pegadas a tu sien por efecto de la humedad. Y hubieras jurado que tus ojos siempre habían sido negros, pero eran del color del agua los que devolvían el reflejo. Entonces volviste a probar. Y nada. ¿Acaso ese no era tu cuerpo? ¿Adónde estabas? ¿Eran rugidos de osos los que se oían a lo lejos?